Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

domingo, 4 de diciembre de 2011

¿Qué va primero: la carreta o el buey?


Sin ego no hay arte, pero con ego tampoco. O sea, con todo el ego. Quiero decir, con la bolota de la vanidad atravesada; tarugo que no deja salir el talento, que no deja en paz al espectador, anteponiendo la carreta del autor al buey de la obra.

Mucho se ha reflexionado sobre el vínculo del artista con su genio, que va, para ponerlo de algún modo, desde un Dalí que hacía payasadas por defecto, hasta un Robert Fripp al que uno debe buscar, escondido tras los sistemas de amplificación, vestido de estricto negro como los parlantes. Se me viene algo a la mente:

Tira la piedra:

el agua estaba limpia, la piedra también.

Da la vuelta:

las salpicaduras florecen en el pasto

adormecido que abandonan sus pies[1].

Así más o menos decía un poema chino de hace añales. Quizá de eso se trate: crear arte es como tirar una piedra. Luego hay que dar la vuelta y regresar hacia adentro, desandar el camino que condujo desde el alma hasta al eructo, desde el corazón hasta el alarido, desde las tripas hasta las cuerdas. Pero casi nadie lo logra, y la que sale perdiendo es la obra propiamente dicha. Voy con ejemplos, para no postergar más el asunto. Si se enreda la cosa (habrá una mezcolanza de música de piano con motos Harley Davidson, anticipo), que quede constancia de que no fue mi intención. De todas formas esto no es más que una perorata, y así asumo el género.

Durante la efímera “Yolanda-manía” que sucedió a la publicación de “La Fugitiva”, de Sergio Ramírez, acudí a una conferencia que –sobre ese tema, por supuesto – ofreció Jacques Sagot en el Instituto Mexicano. Atestado de erudición, su análisis de un texto poético que nos legó la gran escritora (dedicado al limón – la fruta, no el puerto -, tema maravilloso por cierto) iba y venía entre la lengua y la música. Al ejemplificar cómo Yolanda logra el crescendo que alcanza una cúspide (acaso una breve meseta seguida de un suave descenso) y parece flotar agradecido allí, Sagot se apoyaba en Liszt, de cuyas obras extraía pasajes muy à propos.

En determinado momento, el conferencista trajo a colación una anécdota del célebre Vladimir Horowitz, a quien se le preguntó que por qué tocaba tan rápido cierta pieza (creo que del mismo Liszt, pero en este momento no me acuerdo bien), a lo cual el prodigioso concertista respondió: “¡porque puedo!”. Sagot cosechó risas y murmullos luego de referirla, y pareció gozarlo mucho, al punto de que luego la repetiría varias veces, eso sí con retribuciones decrecientes del respetable auditorio.

Es propio del erudito sentar el primado de conceptos como marcos, cánones, modelos o escuelas, estofados en jerga de élite, sobre categorías menos formales; valga decir el escalofrío, la lágrima o el suspiro. Así, las evocaciones estivales o vespertinas (uno puede imaginarse lo que quiera) de la querida Yolanda a propósito de un limón, una cáscara de limón, un potrero donde los limoneros predominan sobre las boñigas, pueden de repente verterse en una catarata de términos filológicos. Eso está bien, y asombra su magnitud y enjundia, aunque al cabo no consiga explicar la qualia de cada lector, el universo evocado por el texto en él, irrenunciable e intransferible.

A tenor de ello, calzaba a la perfección la anécdota de Horowitz con la disección minuciosa del texto referido. Y, sin embargo, a mí me provocó el mismo sentimiento que por algún motivo me provocan los tipos esos que se gastan la mitad de su fortuna en una monumental motocicleta pandillera y en el atuendo obligatorio en tales casos: el casco de un cierto tipo, la chaqueta de cuero negra, la camiseta también negra con algún esperpento estampado, y ojalá la barrigota y ojalá los tatuajes en brazos pecosos.

La confluencia entre Sagot, su anécdota de Horowitz y el pandillero en Harley se da, me apresuro a clarificar, porque en todos prevalecen del sujeto sus predicados formales sobre los intencionales, el objeto sobre su propósito, el qué en vez del para qué.

Veamos: yo tendría una moto (si no fuera por el terror que me produce desnarizarme en ellas) para ir – digamos – a un volcán. Pero el pandillero típico tiene al volcán como una excusa para lucir su moto. Y no puede emprender el viaje si no es en manada, ojalá cien bichas de esas haciendo escándalo, tomando por completo la calzada. El rito no está en el paisaje (su contemplación) o en el casado en la soda de pueblo (su degustación), sino en el pulido y encerado del aparato, en la comparación de los respectivos ruidos en los tubos de escape, en los más nimios detallitos, hasta el palillo de dientes que se asoma bajo el extremo del bigote o en los lentes de sol, de la marca tal y cual.

Y habría, en el motociclista pandillero, igual dosis de erudición que en Sagot sobre Yolanda Oreamuno o Franz Liszt o JS Bach (de paso: a éste último no lo mencionó y a mí –que sé tan poco del tema – me parece paradigmático, diría que de mención obligatoria, si uno quiere referirse a la progresión en música, rumbo al clímax emocional en la obra. De hecho, lo pensé ayer mientras le daba vueltas a esto, al oír el primer movimiento del tercer Brandemburgo, en la mágica interpretación de la extinta Musica Antiqua Köln) Es así y no de otro modo, como dijo Quasimodo: el pandillero hablaría horas y horas, no solo de su chuncha (este sustantivo debería tener femenino, ahora que está tan en boga el asunto del género) sino también de las chunchas de los demás miembros de la manada atronadora.

Del pandillero motociclista yo no esperaría una descripción poética sobre los colores y aromas de las faldas del Irazú; sí me parecería verosímil que dijera algo como “subí a Quircot en quinta, muerto de risa”. Y que si alguien le preguntara “¿y por qué subiste en quinta?”, que respondiera “¡porque puedo!”

Ahora bien – y enlazo con el tema inicial – yo no creo que Horowitz haya contestado así porque creyera que siendo capaz de tocar más rápido que nadie cierta obra iba a consolidar su fama, ya de por sí universal. Respondió eso por puro desplante, diciendo lo obvio (“puedo”) y omitiendo lo importante (“así es como me gusta”, “así es como a mí me parece que esa obra suena mejor”), y además sintiéndose con todo derecho a hacerlo de ese modo. ¿Cómo se le ocurría a un simple mortal preguntarle a él, al pianista más famoso del siglo 20, que por qué le aceleraba el tiempo a esa obra? ¿Acaso alguien podía dudar del genio, de su decisión?

Tan es así, que Horowitz tocaba con él, desde él, y para el mundo. Rara vez levantaba la vista del instrumento (de la intimidad, momentánea y frágil, que hay en ese estrecho territorio que separa al músico de su piano), y rara vez miraba al director. Puede comprobarse, por ejemplo, en esta descomunal interpretación del concierto Nº 3 de Rajmáninov. (De paso, con Serguéi Vasílievich el joven Vladimir Samóilovich jamás se habría atrevido: “Maestro, toco así su concierto porque puedo”). Las miradas al director o a la orquesta son breves, incluso autoritarias, como diciendo “síganme”; el resto del tiempo su introspección es total. Véase, por favor: http://www.youtube.com/watch?v=D5mxU_7BTRA

Creer, entonces, que se es mejor pianista porque se puede tocar más rápido equivale a sentir que se es mejor motociclista porque se puede subir una pendiente en quinta (o sexta, no sé nada de cajas de cambios de motos, quedémonos con la idea). Por el contrario, agarrar una motocicleta y recorrer con ella el continente entero, hasta sentirla que se desarma tornillo por tornillo entre las piernas de uno y cae vuelta un escombro a la vera del camino, miles de kilómetros más allá de donde empezó el viaje… eso sí. Ahí todo trasciende: el trasto maltrecho; el piloto, quizá aún más maltrecho. Estoy hablando, como es obvio, de los Diarios de Motocicleta del Ché, bien dirigida por Walter Salles y actuada hasta donde se podía por Gael García Bernal.

Pasan a la historia los viajes, las traslaciones; los destinos inesperados piden que alguien salga vivo para que cuente el cuento. Pero no tienen ese privilegio las disecciones prolijas, la minucia del que estudia una obra como si de hacerle una autopsia se tratara, la fijación u obsesión del que tiene una cosa porque lo que le interesa es la cosa-en-sí (a lo Kant) y no lo que de ella pueda derivarse.

No, porque del ronroneo de un motor o del reflejo del sol en un aro cromado uno termina por aburrirse. Pero no del recuerdo de los susurros amorosos de ella, la novia, que se sujeta de la cintura. Y sí del material del casco. Y no de la llovizna y del viento que nos dan de frente. Y sí de la bendita chaqueta. Y no del aroma de los cipresales. Y sí del equipo de sonido que le puso al carro y de la música que grabó especialmente para que el bombo resonara en la cajuela. Y no del bolero que se bailó en dos ladrillitos. Y sí de la fruslería, de la ostentación, del despliegue. Y no del acertijo que encierra tal o cual melodía, que por un misterio que sí merece el término, nos desata un nudo en la garganta, nos humedece los ojos o nos pone la piel de gallina.



[1] Ke´chi Chon, poeta de la Dinastía Tang, de mandarina, recordado por su mal carácter.