Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Por qué no se cae el mundo




Lo ví de golpe: descansa sobre los hombros de ellos.

Rodolfo Arias Formoso

Hace poco entendí por qué esta cuestión no se va al carajo de una vez. Era un día de viento, lluvia y frío; el clima está tan loco. Entré a almorzar a un restaurante de pollos al pastor, ahí por el cine Variedades, e instintivamente me ubiqué cerca del asador. Tres tubos giraban en el infierno, cada uno con siete pollos ensartados. Unos más tostados, otros más crudos. Era entretenido ver el dorado progresar sobre los bichos, pero más aún era ver las llamas. “El asombro que las cosas elementales dejan”, escribió Borges.
Los pollos giraban, las llamas hacían alarde. Ellas danzan solas, danzan a solas, cantaba Sting, de pura casualidad. En eso apareció una señora gruesa y fuerte. Guantes de cuero, brazos extendidos. Agarró el tubo de los más tostados y se lo llevó. Al momento volvió con otro, crudo, y lo encaramó. Miró el fuego, lo midió con experiencia. Agregó varias ramas de café, avivándolo, acomodándolo. Cara enrojecida por el calor, endurecida por la vida. Gesto indescifrable, de día de brega que pasa como todos los demás.
A esa señora nunca le ha pasado, pero un tubo con siete pollos hirviendo se le podría venir encima algún día. Anteayer murieron diecinueve, calcinados en el hospital Calderón Guardia. Pudieron ser cientos, pero hubo héroes, siempre los hay.
Al mundo lo sostienen ellas. Las enfermeras que murieron rescatando pacientes. Esa señora de aquí. Y la que trabaja en mi casa: cuatro hijos, de padre alcohólico. De madrugada, oficio en su casa, de siete a cinco oficio en la mía, de noche más oficio en la suya. Cae molida en el camastro, los dos más pequeños duermen al pie.
Y al mundo lo sostienen ellos. El panadero en bicicleta, que al amanecer se la juega entre picones que vuelven raudos de su juerga. El taxista que maneja dieciséis horas diarias para ver si acaso. El campesino que sacó papa toda la semana y a punta de café aguanta entre su camión porque ya sale el sol y es día de feria.
En el otro extremo de esta extraña sociedad, el Presidente dice que la falta de salidas de emergencia y de alarmas en un hospital son pelos en la sopa. La corrupción campea en los gobiernos de todo el continente, de todo el planeta. La “war on terror” logró su objetivo: los precios del petróleo están por las nubes. Pero el mundo no se cae. Miles de millones de héroes anónimos lo sostienen. Pocos, quizá, lean cosas como esta. Al cabo qué les importa.

Rafael Rivero, a quien conocí cuando era un güilita de pre-escolar, y ya está convertido en un exitoso profesional, me pidió que publicara este artículo; luchador de un día sí y otro también, lo recordaba de años atrás. Yo tenía medio abandonado este blog y  he tardado varias semanas en reaccionar, pero helo aquí. El mundo sigue, por cierto, sin caerse todavía.