Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

jueves, 31 de mayo de 2012

Zancadillas mágicas de la memoria


Me han dicho que tengo buena memoria, quizá por algún número de teléfono que asocié a la forma de una ventana; de un aroma de café parecido a un jaque mate; del estribillo de una canción que me trae de vuelta al quiebre de una cadera.
Amparado a esa ilusión, afirmé varias veces que, de lo poquísimo que leí de poesía del siglo de oro, mis endecasílabos predilectos pertenecen a Quevedo:
Ya no es ayer, mañana no ha llegado;
hoy pasa, y es y fue, con aliento
que a la muerte me lleva despeñado.
Años más tarde, atrapado por la inmediatez con que Internet resuelve la abulia de tener que ir a buscar el tomo en cuestión en el caos de la biblioteca, supe que el segundo no era así, si no que de este modo:
hoy pasa, y es y fue, con movimiento
Desencantado, se lo comenté a un amigo poeta. “Quevedo también habría preferido aliento”, dijo con impecable diplomacia, “pero estaba jodido por la métrica”.
Hace pocos días envié a la escritora guayaquileña Solange Rodríguez, micro-relatista, crudas reflexiones sobre este sub-género. Me acordaba, como cualquiera que se haya acercado al tema, del Dinosauro de Monterroso:
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
En la Wiki me remitieron a otro micro-relato célebre, El Emigrante, del mexicano Luis Felipe Lomelí:
“¿Olvida usted algo? -¡Ojalá!”
            Dije, en esas breves notas, que un problema crucial del micro-relato está en el deslinde. Como punto de apoyo, traje a colación la célebre frase de Cortázar que usé de epígrafe en “El Emperador Tertuliano…”:
            “¡Qué risa, todos lloraban!”
            Luego se me ocurrió referir uno de los haikus de Bashó que más le gustaban a Joaquín Gutiérrez:
            “Desde su charca, la voz del sapo viene a verme”
Mi pregunta –inquietud- era simple: ¿por qué no admitir como micro-relatos esas gemas de Cortázar o de Bashó?
Antenoche releí a Borges, sana costumbre que no debe perderse. Buen pirata que soy, descargué a don Jorge Luis completo en mi “kindle”, y abrí Ficciones. Vi Funes el Memorioso en el índice y se me descolgó del recuerdo otra genialidad que tal vez cabría incluir en el firmamento de los mejores micro-relatos:
            “Tenía el temor (la esperanza) de que lloviera”
¡Qué maravilla, sólo Borges es capaz!, pensé desde tropecé con esto, hará ya sus treinta años. ¡Cómo yuxtaponer el temor y la esperanza de esa manera, sólo Borges! En kindle no se “hojea” el texto, se “dedea”, es decir, se le pasa el dedo para que las páginas avancen. Pronto llegué a la imagen que tanto me ha conmovido siempre. Decía:
            “Tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en el descampado el agua elemental
Sí, me rindo. Con las zancadillas de la memoria no hay quien pueda. Bueno, yo no podré nunca. Es más, antes de emprender estas líneas quise corroborar si Cortázar o Bashó escribieron eso que antes mostré, pero ya me dio miedo. O vergüenza. Dicen que me ruborizo fácil.

¿Idiotez, maldad, placer?


Anoche estaba yo a medio hacer algunos ejercicios en el gimnasio. Se me acercó el buen amigo F.O.:
-          Rodolfo, ¿viste el escándalo de la fiesta de quince años que se hizo en el Museo de Arte Costarricense?
-          No, ¿qué pasó?
-          ¡Diay, vos nunca te enterás de nada!
Así suelen empezar nuestras conversaciones, entre las máquinas de levantar pesas. F.O. siempre está al tanto de todo; yo muy poco. Ambos pertenecemos al inmenso grupo de costarricenses que ya no están enojados contra el desastre del gobierno actual, pero porque eso ha dado lugar a algo peor: el miedo. Nos asusta terriblemente el rumbo que lleva el Estado, tras una larga lista de gobiernitos que compiten a ver cuál es el más inútil, indolente, corrupto, errático…. Una fea ensalada, por cierto, a la que se agregó, en el caso particular del de Oscar Arias, la arrogancia.
-          Eso ya no es sólo corrupción o maldad – argumenté luego de que él me amplió detalles del nuevo escándalo -, aquí hay además una gran dosis de idiotez.
-          ¡Por supuesto! –aprobó él-, ¡cómo pudieron poner en riesgo obras de tantísimo valor, son estúpidos!
-          Es que así es nuestra especie –agregué-, en nosotros convive lo sublime y lo ridículo, lo genial y lo bestial, cuesta entender cómo hay una civilización, con arte y ciencia…
-          No hay duda - convino F.O.-, en muchas ocasiones la maldad es, en el fondo, simple imbecilidad.
-          ¿Sabés? –respondí, cambiando levemente de tema- hoy leí que en 1999 una sonda enviada por la NASA a explorar el clima de Marte se estrelló… ¡porque los de la compañía que desarrolló la nave, la Lockheed-Martin, enviaban mediciones en el sistema así llamado “imperial” (millas, pulgadas, pies…), en tanto que los ingenieros de la NASA trabajaban con el sistema métrico!
-          ¿Y qué pasó? –preguntó F.O., incrédulo.
-          ¡Que se confundieron y el chunche se estrelló apenas llegó a Marte, se fueron a la mierda ciento veinticinco millones de dólares!
-          Habría que modificar la especie –dictaminó F.O. con el ceño fruncido, y apretó la toalla entre sus manos. Ya había terminado su rutina y estaba por retirarse.
-          ¿Vos decís con manipulación genética?
-          Sí, Rodolfo, aunque fuera un byte, es decir, un gen, alguna cosita…
-          Lo que pasa es que estamos dominados por el principio del placer –aporté, con plena convicción de que estamos a muchísimos años de poder determinar cuál es el material genético que determina los rasgos de todo aquello que Freud cobijó bajo el “ello”
-          No – reaccionó con intensidad – hay cosas más graves que los impulsos de placer.
-          ¡Pero el instinto del placer influye drásticamente, es capaz de aplastarnos toda lógica…! – quise argumentar.
-          Esperate –dijo él, con un tono de voz de repente cambiado, levantando la vista hacia un punto a mis espaldas -, allá va aquella güila, voy a verla más de cerca en el parqueo…
De más está decir que se alejó sin mayores despedidas, dejándome con la palabra en la boca.

viernes, 25 de mayo de 2012

¿Máquina súper inteligente, o súper intimidante?

Allá por 1985 heredé del Dr. Claudio Gutiérrez la cátedra de Informática y Sociedad. A la valiosísima antología que él había preparado expresamente para el curso (novedosa idea, enteramente suya) fui con el tiempo agregando otros textos, y al cabo mis estudiantes ya pasaban entretenidos con una amplia bibliografía.
Uno de los libros se llamaba "La máquina súper inteligente", publicado en 1983 por el inglés Adrian Berry. Aún puede conseguirse, usado y por... ¡1 centavo de dólar!, en Amazon. Vean que no miento: http://www.amazon.com/The-Super-Intelligent-Machine-Electronic-Odyssey/dp/0224019678
(Entre paréntesis: Berry, 1937, es un noble inglés, vizconde de alguna parte, "fellow" de un montón de sociedades ilustrísimas, y autor famoso)
Pues bien, en  ese libro Berry afirmaba que "el problema de lograr que una máquina pueda jugar ajedrez al nivel de un ser humano es equivalente a resolver el problema de que una máquina sea inteligente como un ser humano".
La delicada premisa de Berry: jugar ajedrez bien requiere toda la inteligencia humana.
El libro lo presté (craso error, que creo haber mencionado en alguna otra parte), y por supuesto no recuerdo a quién. Ahora tendría que gastar un centavo, y pagarle un montón a Aerocasillas, si quiero tenerlo de nuevo en papel.
Señalo ese antecedente porque es perfectamente posible que la memoria me traicione, y que Berry haya afirmado otra cosa muy distinta. Si alguien que lee esto también leyó a Berry, por favor corríjame en caso de extrema necesidad.
Sea como haya sido, el punto es que ya más de una vez los pensadores han pifiado al anticipar cómo y dónde y por qué podría llegar una máquina a ser inteligente en la forma en que nosotros lo somos.
Hace poco uno de los grandes ajedrecistas del mundo, Alexander "Sasha" Grishuk, se enfrentó a un monstruo mecánico, "Kuka", robot industrial hecho en Alemania.
Al principio, cuando el bicho extendía su enorme brazo para coger una pieza, el pobre ser humano no podía reprimir expresiones como ésta:




O bien como esta:

Luego se adaptó a la intimidación que proyectaba el aparato, pero aún así no pudo ganarle ninguna partida. Fueron seis encuentros, con tres tablas y tres victorias para el robot. Una partida completa, con narración en un ruso perfecto y cristalino, puede verse en 
 Con todo y lo llamativo que pueda parecer este suceso, las cuestiones siguen claras: "Kuka" no es inteligente. Es rápido, preciso, asesino de reyes enemigos. "Por detrás" tiene enlace con una computadora poderosa donde hay una inmensa base de variantes de apertura y temas estratégicos de ajedrez, así como un motor de análisis que puede "ver" billones de posiciones por segundo.
Lo maravilloso, realmente maravilloso, es que Grishuk (jugador profesional de póker, aparte del ajedrez, y bohemio, y mujeriego...), con un lento procesador biológico que puede ver unas cuantas posiciones por minuto, logre dar batalla. Maravilloso, e inexplicable, aún inexplicable para la ciencia.




¡La deuda llegó a un 82%!


Vi hoy en el canal Telesur un interesante análisis de la crisis económica que azota a Europa. En determinado momento, un gráfico mostraba que durante el último año la deuda conjunta de los veintisiete países de la UE se había incrementado en un 82%. La presentadora – tiesa, inexpresiva, de pie-, leyó: “la deuda llegó a un ochenta y dos por ciento”.
No se sabía si era la deuda externa o la interna o la suma de ambas o qué cosa en concreto. Pero ese no fue el detalle que me movió a anotar la anécdota aquí. El detonador ha sido que esa presentadora no distinguió entre un porcentaje y una cantidad. ¿Qué significado tendrá, en su cabeza, que una deuda “llegue al 82%”?
Imagino que algo como esto: “la deuda se hizo grandísima, ya va por 82 por ciento, ¡casi cien!”.
O, a lo mejor, fue una distracción momentánea, producto del nerviosismo, y ella sí puede distinguir entre una proporción y una cantidad. Sí sabe lo que es el 20% de un montón de naranjas, y sí sabe que el 20% de 500 naranjas es 100 naranjas.
Yo le concedo el beneficio de la duda, por supuesto. Lo que me alarma es la abundancia con que me topo errores al estilo de ese que reseño. Es impresionante la torpeza - ignorancia - con la que se suelen manipular distancias, superficies y volúmenes, distinguir porcentajes de magnitudes, apreciar tendencias centrales y dispersiones, manipular estructuras lógicas esenciales – el silogismo – o bien distinguir proposición de juicio.
El entusiasmo que me produce una reforma profunda en el proceso de enseñanza de la matemática está, en este sentido, más que justificado. En una reciente conversación que tuve con el Dr. Ángel Ruiz, de la UCR, y uno de los principales promotores de la reforma, mencionamos esa dolorosa limitación del prójimo contemporáneo, para la introyección del concepto, para consolidar la abstracción que sea menester.
Sé que el gran desarrollo de la matemática se dio a partir del momento (hacia el siglo 19) en que, como disciplina, decide independizarse de la física, la química o la astronomía, para crecer con libertad en ámbitos formales (axiomáticos), donde la verdad de lo descubierto dependiera únicamente de la solidez deductiva, y no de la “aplicación” de tal o cual concepto, vale decir de su ligamen con la “realidad”, fuera ésta física, química, biológica, etc.
Pero sé, también, que dicho carácter estrictamente formal, sublime en su abstracción, provoca un abismo cada día más difícil de superar. La persona contemporánea, sometida a las leyes de supervivencia del capitalismo neoliberal, es una Magdalena que no está para tafetanes.
Por eso no queda más que devolverse por el trillo. Por un lado, hacer a un lado la matemática pletórica de fórmulas esotéricas y memorizaciones absurdas, y por el otro conceder que será siempre para una minoría la inquietud por el último teorema de Fermat o por la conjetura de Golbach,  las diagonales y los aleph de Cantor, las infinitésimas de Riemann, la disensión de Lobachevsky frente a Euclides.  
Y devolverle a la gente el gusto y el sentido práctico por la esencia diaria de la matemática. Así sea para que comprendan qué impacto puede tener en sus vidas el tremebundo hecho de que la deuda de la Comunidad Europea creció en un 82% sólo durante un año.

domingo, 13 de mayo de 2012

A siete por peseta.



Había una gran tapia (sigue allí), alta quizá hasta tres metros, que nos separaba a los Arias de los Jiménez. Del quién, del cuándo y del por qué de esa tapia creo tener una idea bastante clara, pero no voy a contarlo. Habría que esperar hasta la intrépida inmortalidad de la adolescencia para que árboles y escaleras resolvieran el problema, o bien la prosaica solución de dar la vuelta por la acera y aprovechar los portones sin candado, normales en la época.
Pero allá por el 66 o 67, cuando sucedió lo que aquí reseñaré, los Jiménez (Alex, Juan León, Alonso y Ronald, o bien sus hermanas Priscilla y Enid) aun no eran parte de mi mundo. El viejo patio de la casa de mi abuela se extendía hacia el este, y los Jiménez colindaban por el norte. Uno pasaba los jacarandás, seguía por un pedacito de cafetal (cuya exigua cosecha se secaba, un año sí y el otro también, encima del techo de cuartillo; quizá algún día dedicaré unas líneas a ese cuartillo y a don Chente), brotaba a la calle del rastro (matadero), donde hoy la presa en horas pico es de cientos de carros, y ahí, salidos de Barrio Fátima (una sola calle, pobre, casi marginal), aparecían los amiguillos. Recuerdo a los Carmona, los Vargas (hijos de Richard), a otros que les decían los “Pierde Gente” y, para lo que hoy me ocupa, a los Alpízar. Jugábamos futbol en las placillas –solares abandonados- o en la misma calle: enredo de macollas, piedras y tierra, sin pavimento. Ahí los habré conocido: Carlos, el mayor, Luis, el segundo. Una marimba, baby marimba boom. De Luis me hice muy amigo, de Guardo y Rodolfo (esos no sé qué apellido serían) también. Rodolfo, el tocayo, quiso años después que armáramos una banda de rock, cuando a mí me había dado un poco por las teclas y tenía una organeta, pero eso también quedará para otro momento.  
Luis, iba diciendo, se hizo muy amigo. Ahora ambos iremos llegando a los sesenta, y tengo media vida de no saber de él. Lo he buscado en Facebook, pero no, no está. Más tarde Alex Jiménez lo bautizaría como Dolor de muelas. Luis sonreía apretando los labios, con la boca torcida; era tímido. Y suave, de buenos modales, fiel. Siguió llegando a visitarnos a la casa durante muchos años. Mi madre y él se querían mucho.
¿Por qué decidimos ir a conocer la Piedra de Aserrí aquél día? ¿Lo habré propuesto yo, será que ya desde entonces, a mis escasos diez años, quería subir montañas? ¿Sería sábado, domingo? ¿O más bien habría algún congreso de maestros y por eso no tendríamos escuela? Qué me voy a estar acordando ahora. Pero sí sé que salimos de muy buena mañana. Veinte centavos costaba el bus de Moravia hasta San José; treinta el de San José hasta Aserrí. Con un colón – una caña – teníamos para ida y vuelta. Qué lindo, un pueblito de montaña, Aserrí, uno de los pocos que salvó su denominación india de la masacre de nombres que hizo la iglesia católica a fines del siglo diecinueve, cuando todos los caseríos y aldeas pasaron a llamarse – ad líbitum – San Rafael, San Miguel o San Pedro o lo que el cura del lugar se le ocurriera escoger en el santoral.
Unos sanguchillos con pan de bollito, un par de mangos o guayabas cogidos del patio, una sueta. ¿Mochila? No, yo no tenía. Un tieso bulto de cuero de El Caballo Blanco, la tradicional talabartería de Moravia, y pare de contar. Pero era para la escuela, solo para eso. De hecho las mochilas al estilo “jansport” no existían, creo. La sueta uno se la amarraba a la cintura. Le quedaba como un frac en el trasero. Un fracasillo. Torcidillo, azul oscuro, estirado. Tal vez la de Luis era a cuadros. ¿De tomar? Nada. Una coca o una fanta eran objetos de lujo, reservados para una salida al año que mi abuelo organizaba a un buen restaurante. O tal vez para el paseo (también anual) a la playa.
Sí subimos hasta la piedra, de eso estoy seguro. Enorme, qué piedrota. Y fuimos a la cueva de la bruja Zárate. Yo todavía no era ateo y por ende creía en la posibilidad de que en efecto hubiera habido una vieja bruja en tiempos coloniales, recluida en ese húmedo y oscuro agujero. Deglutir el sanguchillo, darle camino al mango y la guayaba, buscar un poco de agua, observar San José (el pequeño San José de hace medio siglo) reverberar bajo el verano, allá en el valle. Qué tuanis. A lo mejor fui yo quien sugirió regresar desde la piedra hasta el centro de Aserrí “por dentro”, como dicen los campesinos, vale decir por potreros y trillos, y no por la calle, por entonces ya pavimentada, que sube hacia Tarbaca y prosigue hacia Vuelta de Jorco y San Ignacio.
Una de las pocas ventajas de las iglesias católicas es que sirven para que uno se oriente si anda por ahí en el campo. Veíamos las torres del campanario, cuidándonos de no pisar una boñiga. Ya cerca del pueblo se acabó el potrero. Pasaba un camino, y había una casa. Una vieja casa de madera, a lo mejor sin pintar. Pero lo que era de verdad maravilloso era el naranjal. Caramba: un naranjal exactamente en el punto cumbre de su cosecha, de su verano. Los naranjales tienen su verano, su pasión, que suele andar de la mano con el sol.
Apareció un perro, o dos, y una señora o dos. No, mentira: sólo una señora, que tranquilizó a los perros más por costumbre que por necesidad, porque ellos estaban de buenas con Luis y conmigo. Hola chiquitos, cómo están. Bien, ¿y usted? Bien, gracias, ¿qué andan haciendo? Diay… venimos de la piedra, andábamos paseando. Ah… ¿y de dónde son? De Guadalupe, Barrio Fátima. Ah, sí, yo no conozco por ahí.
El diálogo se fue solo, resbalado. Ninguna desconfianza podía estorbarlo. ¿Me regala una naranja?, pude haber preguntado de repente. Claro, debe haber dicho ella, alzando un brazo para bajar una. ¿Y no nos vendería?, acaso preguntó Luis. Sí, súbanse, pero no maltraten el palo, cójanlas con cuidado. ¿A cómo, señora? Diay, no sé, si es que ahí se pierden de tantas que son, vea qué cosechón, llévelas si quiere a siete por peseta.
Si el pasaje de ida y vuelta costaba un colón per cápita, es posible que hayamos andado unos centavitos de holgura, quizá veinte o treinta más. No puedo acordarme de los números, por supuesto, pero sí retengo que con los pases de Aserrí, más ese poquillo adicional,  daba para un montón de naranjas. Acordamos irnos a pie hasta San José, y empezamos a bajar naranjas. Uno se subía al árbol y el otro apañaba las que el mono tiraba.
Seguro que la doña ni contó cuántas cogimos. Lo que sí es cierto (lo estoy viendo) es que las dos suetas fungieron de repente como hatillos. No las llevábamos al extremo de una varilla,  sino que agarradas de las mangas, a la espalda. Cada uno con una veintena de preciosas esferas anaranjadas (exagero: las naranjas en Costa Rica no son tan anaranjadas), olorosas a tonto. No sé por qué, pero un amigo –años después – dijo en cierta ocasión que las naranjas huelen a tonto. Yo pregunté la causa y me respondió: ¡porque los tontos se untan todos cuando comen naranjas! Una de esas babosadas que después no se olvidan.
¡Con qué facilidad toma uno, a los diez años, la decisión de gastar “los pases” en naranjas! Me río mientras lo escribo. Me río porque la felicidad que predominó aquella tarde mientras bajábamos hacia Desamparados, y luego de ahí hacíamos el trecho hacia la capital, aún está ahí, intacta, dándole un buen platillo a mi memoria.
Lo mejor de todo es que no tengo el recuerdo de que me doliera la espalda, de que se me hicieran ampollas en los pies o de que mi madre me regañara a la vuelta por haber tardado tanto en el paseo. Es más, no recuerdo qué pasó con las naranjas, qué me dijeron cuando me vieron entrar con el cargamento a la espalda, si la hazaña tuvo reconocimiento.
Lo que sí tengo fresco, y quizá ahora más que antes (esas compensaciones que parece ir teniendo mi joven vejez) es la imagen continua, estirada como un larguísimo tobogán hecho con la luz de la tarde, del camino de vuelta hacia San José.
Me suelen decir cuando me pongo medio nostálgico que entonces no había tal Arcadia, que la idealización está en uno, que si pudiera regresar en el tiempo lo vería todo muy distinto. Yo estaría de acuerdo, en principio, y parece lógico. Pero nada logrará que yo borre del recuerdo las sensaciones de ese trayecto. Había verdor por todas partes. Cafetales a diestra y siniestra, casas separadas su trecho una de la otra salvo, claro está, al llegar al siguiente barrio: San Rafael abajo, Juncales, San Francisco, la Y Griega.
Había, hubo, zacatales a la orilla del camino, ojalá una piedra grande esperándonos para hacer una pausa. ¿Cuántas naranjas nos comimos de camino? ¿A quién le hablamos? ¿Cuánto duramos en llegar hasta el parque Morazán, de donde salían los buses de Guadalupe y Moravia? ¿Cuántos habrán comentado “pobrecitos esos chiquitos, cargando esas naranjas”?
Será cuestión, supongo de volver un día de estos a la Piedra de Aserrí. Capaz que me los topo, a esos dos chiquitos, y les doy un beso en la frente a cada uno.

martes, 8 de mayo de 2012

El lenguaje popular y sus verdades


(Reflexiones en torno al lenguaje popular en la narrativa contemporánea, con referencias a mi propio trabajo)
Rodolfo Arias Formoso
Conferencia en Facultad de Letras y Filosofía
14 de marzo, 2012
Escuché decir en cierta ocasión que una buena conferencia es como una minifalda: lo suficientemente corta como para mantener despierta la atención, y lo suficientemente larga como para cubrir el tema. Aquí, hago la prevención, tengo el problema de no saber con certeza cuál es el tema: ergo la minifalda podría quedar demasiado corta y no cubrirlo adecuadamente, con lo cual él –el tema, yo no, por suerte – podría sufrir de una peladura impropia.
Y esta no es, con todo, la única advertencia que debo hacer. Los prevengo, por una parte, de que vez en cuando usaré conceptos y términos propios de la lingüística, de la sociología y hasta del sicoanálisis, siendo que mi formación con costos fue en computación e informática. Ahí perdonen cuando me pare en una cáscara de banano. De mi lado tengo, para no sentirme tan solo, a Isaac Asimov, quien cierta vez escribió un célebre ensayo sobre la mujer: “Indecisa, coqueta y difícil de complacer”. Pese a lo irritante, y en este sentido engañoso, del título, fue alabado por los movimientos feministas en aquella época (años 60). Eso sí, recibió un cortés señalamiento de una antropóloga, la Dra. Charlotte Krush, en el que le indicaba cómo había simplificado espantosamente los supuestos sobre los que construyó su análisis, hecho que el propio Asimov reconoce en una nota al final de texto. Por otra parte, acudiré a mi trabajo, principalmente la novela “El Emperador Tertuliano y la legión de los superlimpios”, en la búsqueda de ejemplos y puntos de referencia para las distintas ideas que pretendo desarrollar. Tengo claro que usarse de ejemplo es del peor gusto, pero me parece que era parte del trato que hice con mis amigos, Roberto Fragomeno y Annette Calvo.
Sé que me toca hablar de lenguaje popular, escudriñar sus verdades desde mi experiencia como escritor y como oidor, quiero decir como alguien que escucha (no como juez o magistrado, pero suena tuanis “oidor”), acotada la exploración en alguna medida a la literatura nacional y, con mayor especificidad, a la mía. Sentir, de una parte, que no sé que es lenguaje popular, y de otra que no sé cuáles escoger, de entre la amplísima gama de sus manifestaciones, en donde yo pudiera recoger (como quien junta piedritas o flores) aquéllas que admitan con soltura algún predicado booleano que me retorne con certeza el valor “verdadero” me pone en la picota, o sea que estoy metido en un clavo, camisa de once varas, berenjenal, colocho, torta, bochinche, o tanate.

sábado, 5 de mayo de 2012

¿Podría una computadora ser inteligente?


¿Podría una computadora ser inteligente?
Resumen comparativo de enfoques y propuestas
Rodolfo Arias Formoso
Ensayo preparado para el curso de Informática y Sociedad
ECCI-UCR, Segundo semestre de 2009.

Planteo del problema.
Una persona de inteligencia y cultura normales no tendrá dificultad alguna para responder una pregunta como la siguiente: “En un campeonato de fútbol, un equipo ha perdido todos sus partidos, y otro no ha ganado ninguno, ¿cómo quedaron entre ellos?”. La persona contestará al instante: “¡No han jugado todavía!”.
Ahora bien, si la pregunta se plantea así: “En un campeonato de fútbol un equipo perdió todos sus partidos, y otro no ganó ninguno, ¿cómo quedaron entre ellos?”, la persona dirá sin titubeos: “¡Eso no es posible!”.
Luego, si a la misma persona –suponiendo que su paciencia aún no se haya agotado – se le pide: “explíqueme el algoritmo que siguió su mente para contestar esas dos preguntas”, es muy probable que se quede pensando, e incluso que no pueda al cabo dar una respuesta del todo convincente.
Intentará aclarar que en la primera pregunta el tiempo verbal es el participio pasivo – si recuerda esos términos gramaticales, cosa infrecuente –, que denota en este caso un resultado parcial, propio de una acción en curso, según la usanza del castellano en nuestro país[i]. Y agregará que en la segunda pregunta el tiempo verbal es el pasado simple, lo cual estaría indicando que el campeonato de fútbol ya terminó.