Su
tenue, insondable, rebeldía contra el caos.
Hay en
el mundo trillones de átomos que comparten una curiosa circunstancia: son yo.
Al iniciar la escritura de este artículo son unos; al terminar esta oración ya
son otros. Y así palabra tras palabra, y todas y cada una de las veces que
alguien lo lea: otros. Notable, me parece. Nunca ceso de aspirar y espirar, de
sudar, excretar, en suma, de renovarme.
Que
esos átomos puedan combinarse en moléculas, proteínas, células, fluidos,
tejidos y órganos, y con ello constituirme, es una maravilla. Y aún más el
hecho de que esa compleja estructura pueda tener intenciones, recuerdos, sueños.
Que sienta el paso del tiempo, sin ser jamás la misma. Que exista durante un
buen puño de años, ay con suerte un siglo.
Si lo
anterior es para quedarse boquiabierto, mayor asombro deja el percatarse de que
uno se formó dentro de un ser de naturaleza similar, otro cúmulo de partículas
tan efímero y transitorio como uno, tan frágil y destinado al olvido como uno.
Y, dentro de su tenue, insondable, rebeldía contra el caos, un ser capaz de
haberle dado a uno su esencia, tras combinar su propia información genética con
la que venía en un espermatozoide que ganó la maratón de Nueva York.
Ya eso
sería suficiente para corear con Violeta Parra: gracias a la vida, que me ha
dado tanto. Pero en este punto el portento apenas empieza. Ha de recorrer un
increíble camino que irá desde la primera vez que uno succionó la teta, hasta cuando
esa madre, ya vieja, le diga a uno, también ya viejo, “m´hijo, ¿tenés hambre?”,
y con sus manos octogenarias y una sonrisa sin edad proceda a preparar unos
huevos fritos como sólo ella sabe hacerlos, y servírselos con arroz que tiene
algo de corroncha y un poco de caldo de frijol… como solo ella sabe hacerlos.
Y otro
camino que irá desde la primera nalgada hasta un “cortate esas mechas, ya se te
ven feas”, o desde la primera canción de cuna hasta unas líneas de Machado o de
De Bravo que, justo ayer, la conmovieron por enésima vez.
En
suma, un camino de caminos, hecho del alma y del espíritu, esos entes
inmateriales en los que sí creo, porque están confinados al cuerpo y entonces
sí son materiales aunque se escondan en quién sabe qué rincón o aunque lo sean
todo: los ojos que no se apagarán aunque un día se apaguen, las manos que no
fatigarán la caricia, la voz que conocerá de memoria los caprichos del oído del
otro y sabrá entonces qué decirle para que una vez, todas las veces, siempre, entienda
cuánto lo quiere: uno, a su madre, y ella, a uno.
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