Hace poco conversé con un viejo amigo. Recién
lo conocí, pero ya está viejo. Bueno, un poquito. Tras muchos años de matrimonio
tuvieron un hijo. “Diego”, me dijo que le habían puesto, y me apresuré a
ponderar ese nombre por ser uno de los pocos en español que no tienen traducción
directa en otros idiomas.
En tono afable de buen profesor, explicó:
“Diego es Yago, en portugués Tiago, que desde el español antiguo se transformó
en Sant Yago, o sea Santiago, porque el apelativo de santo, en este caso
particular, se adhirió al nombre”. Vio mi cara de interés y prosiguió: “Yago, a
su vez, proviene de Yacob, en hebreo Ya´akov, en árabe Ya´qüb, es decir… Jacobo”.
“O sea”, acoté, “¿a fin de cuentas un
Jack y un Diego son tocayos?”
“Más o menos”, sonrió, y pasamos a otro
tema.
A los días gugulié el asunto, y resulta que ese nombre, de uno de los
patriarcas de la Biblia, significa “el que pelea por Dios” o bien “sostenido
por el talón”. Por cierto que es una curiosa dicotomía de acepciones, a menos de que Dios lo sostenga a uno por los talones mientras combate en el inframundo.
Existe, en materia de nombres de persona,
la idea de una clase de los que sí son “correctos”. Léase nombres “de verdad”,
que suelen ponerse en las familias “de bien”, “cultas”, “tradicionales”, etc. Podría
entretenerme un buen rato caracterizando la cuestión.
Ya alguna vez me dediqué a garrapatear
algunas de estas reflexiones en el artículo “Greivin y Yorleny”, que está incluido,
bajo la etiqueta “Artículos”, en este mismo blog. Hice una breve glosa de los
rasgos que permiten tipificar nuestros hábitos –de los ticos – a la hora de
bautizar criaturitas. Anoté las terminaciones en “y” (Keily, Heily, Mindy,
Cindy, Wendy), las dobles “t”, la proliferación de “k”, las “h”
intercaladas, etc.
No niego que me alimentó u orientó el
prurito ya referido. Hice mi exploración desde el prejuicio de los nombres “correctos”
que, según caigo en la cuenta, establecen el primado de la nomenclatura
bíblica, hebrea en principio y cristiana por extensión.
¿Se vale la rebeldía?
¿Por qué “Alejandro” ha admitido tantas
formas, a partir del hitita “Alaksandu”, del siglo 13 antes de Cristo, y de su
etimología griega αλέξω («proteger») y ἀνδρός («del hombre»)? ¿De qué manera ha
pasado otro tanto con Miguel, Michael, Mikhail, Ma i Keul (esto es en coreano,
por si alguien no sabía), Micael, Michel, hasta llegar a nuestros
contemporáneos Máicol o Máikel?
Creo que con los años y siglos van
variando los nombres justamente porque se vale la rebeldía. Ahí tenemos,
cercano, el ejemplo de Cuba. Abundan los (las) Yeniusky, Yuleikis, Diulkeny… y
uno no sabe el sexo de quien recibió el apelativo hasta que lo (la) conoce. Ahí
sí que cabría hablar en “los y las”, que está tan de moda. “Los y las
Yunieskys”.
Sé que en otros lugares del Caribe (en
República Dominicana, que conozco bien), al igual que en Cuba, se explora la
posibilidad de nuevos nombres mediante la combinación de los de los
progenitores. Trabajé en Santo Domingo con un ingeniero informático, el buen
amigo “Raymi”, hijo de Ramiro y Milagros. Vaya el saludo, por si aca.
Ese me parece un algoritmo de velocísima
convergencia hacia la innovación total. Hago tres iteraciones. Manuel y Sofía
engendran a “Mafía”. Roberto y Amalia procrean a “Amalierto”. Luis y Dolores a “Doloruis”.
Ricardo y Margarita a “Marcardo”. Luego, Mafía y Amalierto a “Maferto” y
Doloruis y Marcardo a “Maloruis”. Finalmente, Maferto y Maloruis a… “Mamá”.
Este deambular proviene, me lo crean o
no, de algo que recordé hace un tiempo. Trabajaba yo como consultor en una
empresa donde uno de los ingenieros de software era de provincia. Norteño, me
parece. Tenía pequeños modismos y dichos que lo identificaban como de “allá
para adentro”, y que me resultaban sobre todo simpáticos. Además, él era una
demostración más del enorme beneficio que le produce al país su sistema estatal
de educación superior.
Esforzado, subía la dura pendiente de los
que rondan los treinta: construir casa, pagar préstamos, la llegada de los
retoños…
“Rodolfo, la semana próxima no vengo a la
oficina, porque voy a ser papá”, me dijo un día de tantos. “¡Felicitaciones!”,
le respondí “¿cómo le vas a poner?”.
“Kyrenia, va a ser una chiquita”.
Confieso que por un instante pensé: “¡Oh
gente y qué inventos!”. Pero me abstuve de cualquier gesto de reprobación y con
todo interés le pregunté: “¿Por qué Kyrenia?”. “Es que mi abuelo fue marinero,
el único allá del pueblo que alguna vez anduvo embarcado”. “Cuando volvió y
compró con sus ahorros la finquita, siempre nos decía que el lugar más hermoso
que conoció en todo el mundo se llama Kyrenia, es un puerto en Chipre”. “Siempre
soñó con volver”, agregó, “y poco antes de morir él, yo le prometí que cuando
tuviera una hija, le pondría así”.
He buscado Kyrenia en la red. De veras
que la hija del ingeniero se merecía ese nombre. El lugar es realmente una
belleza, con una historia milenaria. He aquí una imagen de lo que vio el viejo marinero:
Te faltó Jaime, que al igual que Santiago, Jacobo, Yago y Diego son el mismo nombre en español.
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