Rodolfo
Arias Formoso
Ha sido un espejismo reiterado: creer que
todo se resolvió....
¿Qué
siente un inglés en un momento solemne (digamos un entierro) al oír una gaita?
¿Qué siente un argentino en una ocasión festiva (digamos asado y vino) al
escuchar un bandoneón? ¿Qué siente un costarricense en un día típico (digamos
la feria del agricultor en Zapote) al oír una marimba?
Lo que
sea que sientan está enraizado en su identidad cultural, y ni el inglés me va a
decir a mí que la gaita suena mejor que la marimba, ni ninguno de los dos le va
a decir otro tanto al argentino, sobre todo a él... Son cosas que no se pueden
comparar; nadie en su sano juicio reclamaría superioridad de una sobre otra.
Y, sin
embargo, la violación de esta obviedad está detrás de un término con el que
siempre me he llevado mal: “clásico”. En particular, contra la denominación de
“clásica” que se suele dar a la música compuesta mayormente en Europa, entre
los siglos 17 y 19, y para las aristocracias de ese continente, con pleno error
llamado “el viejo”.
Clásico:
del latín classicus, perteneciente a
una clase, de carácter superior y que debe ser tomada como modelo. Clásico:
digno de imitación. Sinónimos: “culto”, “docto”.
Ya don
Henry Ford opinó hace un siglo que el modelo “T” era todo lo que se necesitaba,
y que se seguiría haciendo en cualquier color, siempre que fuera negro. Ya don
Rudyard Kipling había por ese mismo tiempo borrado con el codo lo que tan bien
hacía con la mano, al afirmar la justeza y razón del imperialismo británico. Y
mucho antes de ellos, el gobierno de Pericles había dado luz a la “Grecia
clásica”, y luego los romanos habían proclamado la “Pax”, supuesto período
eterno de estabilidad y culminación.
Ha sido
un espejismo reiterado: creer que todo se resolvió, que somos los mejores, que
el modelo obtenido ya no admite ajustes. Hace pocos años un reputado pensador
gringo-japonés, Francis Fukuyama, redactó un ensayo llamado “El fin de la
historia”. La esencia: que la discusión política se terminó, forever-and-ever, porque el capitalismo
neo-liberal triunfó.
Y no: por
casualidad no. La economía se llevó un tropezón durísimo hace poco. Y el
cartesianismo Greenwich-Ecuador (norte-sur-este-oeste) retrocede ante la
emergencia de otros ejes y otros laberintos. Por eso no quiero saber nada de
cosas “clásicas”. Lo siento con fuerza mientras me reclino, café en mano, para
escuchar mejor la rapsodia número 11 de Liszt. Lo trashumante y gitanesco
convive allí con lo íntimo y trascendente. Está muy claro: él no es clásico;
como otros, logró la universalidad.
Nota del 23 de diciembre de 2013: publiqué en http://www.youtube.com/watch?v=fM6YFXTcPhA&feature=youtu.be un collage de música; la intención, no tan subrepticia, es insistir en la tesis que esbocé en este artículo. Fue publicado allá por mayo del 2010 en Tinta Fresca, La Nación.
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