(Reflexiones en torno al lenguaje popular
en la narrativa contemporánea, con referencias a mi propio trabajo)
Rodolfo Arias Formoso
Conferencia en Facultad de Letras y Filosofía
14 de marzo, 2012
Escuché decir en cierta ocasión que una
buena conferencia es como una minifalda: lo suficientemente corta como para
mantener despierta la atención, y lo suficientemente larga como para cubrir el
tema. Aquí, hago la prevención, tengo el problema de no saber con certeza cuál
es el tema: ergo la minifalda podría quedar demasiado corta y no cubrirlo
adecuadamente, con lo cual él –el tema, yo no, por suerte – podría sufrir de
una peladura impropia.
Y esta no es, con todo, la única
advertencia que debo hacer. Los prevengo, por una parte, de que vez en cuando
usaré conceptos y términos propios de la lingüística, de la sociología y hasta
del sicoanálisis, siendo que mi formación con costos fue en computación e
informática. Ahí perdonen cuando me pare en una cáscara de banano. De mi lado
tengo, para no sentirme tan solo, a Isaac Asimov, quien cierta vez escribió un
célebre ensayo sobre la mujer: “Indecisa, coqueta y difícil de complacer”. Pese
a lo irritante, y en este sentido engañoso, del título, fue alabado por los
movimientos feministas en aquella época (años 60). Eso sí, recibió un cortés
señalamiento de una antropóloga, la Dra. Charlotte Krush, en el que le indicaba
cómo había simplificado espantosamente los supuestos sobre los que construyó su
análisis, hecho que el propio Asimov reconoce en una nota al final de texto.
Por otra parte, acudiré a mi trabajo, principalmente la novela “El Emperador
Tertuliano y la legión de los superlimpios”, en la búsqueda de ejemplos y
puntos de referencia para las distintas ideas que pretendo desarrollar. Tengo
claro que usarse de ejemplo es del peor gusto, pero me parece que era parte del
trato que hice con mis amigos, Roberto Fragomeno y Annette Calvo.
Sé que me toca hablar de lenguaje popular,
escudriñar sus verdades desde mi experiencia como escritor y como oidor, quiero
decir como alguien que escucha (no como juez o magistrado, pero suena tuanis
“oidor”), acotada la exploración en alguna medida a la literatura nacional y,
con mayor especificidad, a la mía. Sentir, de una parte, que no sé que es
lenguaje popular, y de otra que no sé cuáles escoger, de entre la amplísima
gama de sus manifestaciones, en donde yo pudiera recoger (como quien junta
piedritas o flores) aquéllas que admitan con soltura algún predicado booleano
que me retorne con certeza el valor “verdadero” me pone en la picota, o sea que
estoy metido en un clavo, camisa de once varas, berenjenal, colocho, torta,
bochinche, o tanate.
No sé qué es lenguaje popular. No sé qué
es popular. No sé qué es pop. Y eso que cierta vez fui “cantante pop
británico”, profesión u oficio que usé para registrarme en una hoja de control,
en GBM, antigua IBM, antiguo Paseo Colón. Lindo, era, el Paseo Colón. Tenía
casas, gente que paseaba, gente que tenía el colón, cuando tener colones era algo.
Casotas, de cafetalero, de comerciante, imagino, sí, el viejo Paseo Colón. Fui,
en aquella época de no muy buenas vibras, Consultor Externo de GBM y tenía que
llenar un bostecísimo registro donde se me pedía, entre otros datos, la
profesión u oficio. Prócer, Magnate, Tuerce Penes. Un amigo que trabajaba en el
Servicio Civil, estadístico, estaba elaborando por esos años una clasificación actualizada
de trabajos, y encontró ese, Tuerce Penes. Tratábase de un güevón que se coloca
debajo del toro y se la tuerce para que el bicho deposite el semen en un
receptáculo adecuado y no en la vaca que él cree estar poseyendo. Pero es
mentira: nunca fui tuerce bates. Sí me llamé Miguel Ángel Buenanoti o Jacinto
Buenagente, Judas Scaglietti o Edgar Allan Porras. Pero sin sobrepasarme, que
conste.
Estaba, y lo sigo estando, en absoluto
seguro de que nadie revisaría esos eternos listados de prójimo que entraba y
salía. Cuando uno ve una masa caer pelota a pelota, vale decir persona por
persona, en una recepción o en un ascensor o abordar una escalera, como sucedía
ahí, cabe siempre preguntarse: ¿cuál de estos bípedos es “pueblo” y cuál se
exime de tan rasa condición? Por ello, ¿cuál habla es lenguaje popular y cuál es
lenguaje impopular, epipopular, suprapopular o metapopular? ¿Quién es un
Tertulio, un anti tertulio, un recontra, extra o mini tertulio?
Con la palabra “pueblo” sucede algo tan
peligroso-desagradable como con la palabra “gente”. Aquélla, en manos del
político, ésta, en manos del ciudadano que, o bien no está en la base de la
cadena alimenticia, o bien es un arribista de rompe y rasga. Suele, dicho de
paso, designar a todo aquél de condición en alguna medida inferior a la del
sujeto de la frase. “Ay, la gente sí que es ignorante…”. “Como dice la gente…”
Gente = “el inmenso océano de la estupidez humana” (Esta última se la leí al
paladín de la cultura nacional, Jacques Sagot).
Voy a intentar ponerlo en términos lógico-matemáticos,
a sabiendas de que ante ustedes quedaré como si un lingüista viniera a la
escuela de Computación a formular el algoritmo de Euclides para encontrar el
máximo común divisor, que es el primer algoritmo que uno enseña a los
estudiantes de esa carrera (y no me lo pregunten porque ya se me olvidó…)
Sea G el conjunto de personas que
constituyen “la gente”:
G
= {x |
CS(x) < CS(y)}, donde y es quien elabora la proposición, y CS es la medida
(inevitablemente antojadiza) de la condición social del sujeto.
De lo anterior, podríamos inferir que
lenguaje popular, LP, es aquel conjunto de signos lingüísticos s empleados por
“la gente”.
LP
= {s |
g G para el cual s H(g)}, donde H(g)
es el habla de g.
En
palabras más simples:
·
El lenguaje popular es el que
habla “la gente”.
·
Es decir, el lenguaje popular
es el que hablan las personas de condición inferior a la mía.
·
Es decir, para que yo
identifique una criatura social llamada “lenguaje popular”, debo presuponer la
existencia de élites que no lo hablan.
·
Si no las hubiera (esas
élites), “lenguaje” y “lenguaje popular” serían la misma entidad.
Ahora bien, si a mí nadie me pidió que
definiera “lenguaje popular” pero yo me busqué una definición (no había en
Wikipedia, mi brújula en el ciberespacio…), y si debo escudriñar sus verdades
en un terreno que en apariencia he andado (la literatura), debería cometer una
fechoría similar en cuando a la definición de ésta. Pero no se preocupen, no lo
haré. Me quedaré en las preguntas: ¿Qué sí será y qué no será?, ¿Quién la hace,
quién la deshace? ¿Quién la imprime y la vende? ¿A partir de cuál momento
adquiere alguien el derecho de llamarse escritor?
Yo, el burro en lancha adelante para que
no se espante, puedo ponerme de ejemplo. Cuando terminé mi primera novela, “El
Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios”, recibí serias
exhortaciones al respecto. “Así no es una novela, máe, usted no tiene la menor
idea de lo que es una novela, y no se agüeve, pero usted no es un escritor, no
sabe nada de eso”. Esa fue la opinión del que agregó la entrada “tuerce rieles”
a la clasificación ocupacional. De paso, él proveyó desde la así llamada “vida
real” muchos elementos para la armadura del Emperador Tertuliano. “Por respeto
a Rodolfo, al que quiero mucho, al igual que a su familia, no voy a publicar
ningún comentario”; me dijeron que dijo el por entonces Director del Semanario
Universidad. “Mirá, Rodolfillo, eso no te lo va a leer nadie, salvo algún
excéntrico, tal vez…”, opinó mi viejo y queridísimo maestro, Joaquín Gutiérrez
Mangel.
Fuere como fuere, lo cierto del caso es
que yo sí había leído algo, sí había garrapateado algunas cosas y sí me sentía
con ánimo de seguir intentándolo. Me había llamado la atención la ausencia de
signos de puntuación y la reiteración de nombres majaderos, seudo-nombres al
fin y al cabo, en “Oficio de Tinieblas 5”, de Cela, o la sutil caracterización
del personaje a través de su discurso y no a través de las descripciones y
opiniones del narrador, que tan fuerte se siente en “El Extranjero” de Camus,
por citar un caso.
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí
un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas
condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.
La
única preocupación que se expresa en este monólogo interior, frente a un suceso
capital (la muerte de la madre) es la posible fecha del deceso. Y será a través
de esas “omisiones” que el gran narrador francés expondrá la sicopatía de su
protagonista. Este aspecto me impactó desde la primera vez que tuve contacto
con “El extranjero” y, si bien yo era un narrador omnisciente en “Tertuliano”,
quise presentar los hechos y datos de la historia con la menor cantidad de
juicios de valor que fuera posible:
“El Típico Calvo
con Bigote presta plata al diez por ciento flat mensual y ya se ha quedado con
la radiograbadora y el cepillo eléctrico de Vespasiano por aquello de la Vespa
llamado Flavio y apodado Tito”
“Lo cierto es que Papito Rich y
su nuevo novio salieron antes de que el otro les arriara se montaron en el be
eme se empujaron un par de anfetaminas encendieron un puro y se mataron al dar
una vuelta en la autopista de Escazú”
Se me ocurre pensar, tantos años después
y ahora con hija siquiatra y sicoanalista (esto último en ciernes, ¡la pobre
también gusta de las camisas de once varas!), que en esta aproximación al
fenómeno de la narración hay un paralelismo con las ideas de don Sigmund: si es
desde la simetría del diván, donde el paciente y el médico interactúan, o
tratan de interactuar, desde un mismo plano (por oposición a la asimetría del
paciente malo-enfermo-culpable-equivocado frente al médico
sabelotodo-curador-admonitorio-ejemplar) donde el análisis-hallazgo, la
búsqueda-extirpación puede darse, es asimismo la simetría del narrador con su
personaje (por oposición a la asimetría del narrador que a través del personaje
demuestra una tesis, digamos política, con personaje soldadito-de-plomo, con
personaje visto como vehículo para la “demostración” – sea ésta cual sea –,
siendo una posibilidad, de suyo apetecida, la demostración de la “gran prosa”
del narrador) la plataforma desde la cual lograre una caracterización más
intensa y veraz, o convincente o risible (todo es posible) del personaje y por
ende de la narración.
Y, del mismo modo que en el diván, de
espaldas a su narrador-sicoanalista, el paciente-personaje se (auto) descubre,
así el develar de la identidad del
personaje se consigue, empujón por empujón, cita tras cita (con lo caras que
son las citas de sicoanálisis…), desde su propio discurso y no desde el
discurso del narrador. Ergo, desde su lenguaje (popular, según debatiremos más
adelante) y no desde lo que sobre él diga el narrador.
A mí el asunto de la identidad, y a su
lado el de la autenticidad, me asusta menos de lo que me intriga, me hace más
gracia de lo que me estremece. Con todo, alguna vez dejé caer al respecto unas
pocas líneas en lo que malamente podría haberse llamado poema y que, como
muchos otros de su estirpe, metí de contrabando en el “Tertu”:
Un
terror profundo
nostálgico
terror
avergonzado
de
que un día de tantos aparezca
alguien
demasiado sagaz
y
me pregunte
mirá
de veras ése sos vos
Pero permítaseme la reiteración: lo del
terror dejó paso al juego, a la sonrisa, desde hace mucho tiempo. Bastó
envejecer, así de simple. Y bastó, ello menos simple, viajar un poco.
En Uruguay yo era “Arias”, y el trato,
restringido al mero apellido, era de respeto. Lo supe recién llegado a mi
departamento, cuando el vecino de al lado me toca la puerta y se me presenta
como “Sanguinetti”. Voz muy
ronca, olor a tabaco y vino, a parrilla. En Nicaragua yo era “Rodolfito”, para
la Dra. Glenda Ramírez, quien veía por la ventana del edificio de la Asamblea
Legislativa, uno de los pocos que quedó en pie luego del terremoto de Managua
en 1972, preocupada porque cuando la tarde está ventosa “el lago hace alardes”.
Este recuerdo se me anuda con otro, el del amigo Virgilio, consultor
dominicano, quien miraba chispear al Caribe en pleno verano desde su persiana
de un cuarto piso, suspiraba y giraba hacia el interior de la oficina, como
buscando apoyo, su encéfalo de chocolate amargo y poquito pelo: “el día no está
para trabajar”. En Perú yo era “El Doctor Arias”, y coincidí con el “Doctor
Sintura”, un colombiano cuya llegada estuvo anunciada durante un par de días
que exacerbaron mi curiosidad; resultó ser un gordito de metro y medio a duras
penas. En República Dominicana, fui simplemente “Rodolfo”; con algo de
“Ghrodolfo”, que por lo común me hacía el depositario de una sonrisa cálida que
acompaña al apretón de manos, recio pero no grosero. Aún recuerdo el “¿como tú
tá?”, el “¡cuéntamelo panita!”, este último jamás reservado para un extranjero,
o el ceremonioso saludo del Lic. Enemencio Gomera (¿Emenencio?; siempre dudé,
en tanto pensaba que de fijo su esposa sería una Eminencia), Director de
Inspección del Trabajo, quien invariablemente me preguntaba “¿cómo se siente?”,
a lo que siempre fui el endeble portador de una tentación en la que no caí: responderle
“se siente rico”.
Siendo, entonces, que ya desde la mera
forma de saludarse, con el empleo o no del nombre de pila o de familia, se
acota la caracterización de los personajes en lo social, lo geográfico y lo
histórico (he tirado como si fueran dados tres categorías que sé entrelazadas, y
cualquier cosa menos disjuntas), es deber del narrador manejar con propiedad
los signos del caso, vale decir, navegando con soltura en el charco de lo
connotativo, que suele estar un poco más turbio, más adentro y más movido que
el de lo denotativo.
Ahora bien, preguntará alguno de ustedes
que haya leído el “Tertuliano”, ¿no hay una injerencia anti-sicoanalítica en
tus nombres de personajes? ¿Dónde has visto vos alguien a quien se le diga “El
Típico Calvo con Bigote”? ¿El güila A? ¿La Mimosa Púdica? ¿No hay en el chingue del Tertuliano un evidente
alejamiento respecto al narrador seco, incluso ausente y desinteresado, de “El
Extranjero”? ¿Detrás de tu pretendida “inmersión” en la historia, no hay un
Rodolfo Arias Formoso, que está jugando de intelectual? ¿De tipo curioso con
las palabras? (Empleo aquí una bella acepción del término, que solía escuchar a
la “gente” de Guadalupe, antaño) ¿No
terminan siendo tu “Barbie Quiú” o tu “Asceta Minofén” meros soldaditos de plomo
como esos de cuyo juego quisiste poner tierra de por medio?
Sí pero no. Perdóneme pero discúlpeme,
como decía aquel chavalo de Betty la Fea. Para aclarar el punto necesito, eso
sí, agregar al panorama un nuevo elemento: el juego. Hacer arte es, entre
muchas otras cosas, jugar. Dije cierta vez ante un auditorio compuesto de
cientos de jóvenes de secundaria, allá en la Armenia del bello Quindío colombiano,
que el lenguaje es el juego que más gente juega, idea que se me había ocurrido
años atrás durante una entrevista con María Montero a propósito de “Vamos para
Panamá”, mi segunda novela.
Bien defendió Brecht una visión según la
cual “todo esto no es más que teatro, simples tablas y una luna de cartón”
(Tambores en la noche). Es decir, una visión del teatro como presencia
mancomunada, equilibrada sobre la cuerda floja de la representación, de un
puñado de actores y otro puñado (quizá más grande) de espectadores que jamás
pierden conciencia de estar jugando, de coparticipar en la ceremonia de la ficción.
Y, distanciados emocionalmente una y otra vez de lo que ocurre en escena, por
los propios actores, quienes habrán de recordarles que todo eso no es más que
“una luna de cartón”.
Yo, dicho al margen, siempre le he
comprado a medias el boleto a Brecht y su efecto de distanciamiento; tengo en
mi hoja de vida el haber vertido lágrimas hasta en “E.T.”.
Por una parte no me produce ningún
escrúpulo el que un lector me observe allá arriba moviendo los hilos,
atreviéndome a la yeguada, a la frase inconclusa, al trastoque silábico. Que de
repente aprecie tal o cual elemento estructural que agrega encuadre o resuelve
el equilibrio de la obra - digo con optimismo – que se aboque a la
deconstrucción del contexto histórico o geográfico. Pero, por otra parte, me sentiría
un fracaso sin un lector que me conceda el haberse visto sorprendido,
zancadilleado, que reaccione riéndose o enojándose o lo que quiera, sin alguien
que se acodara por un momento en el marco de la ventana del pasillo, que pegara
la cabeza en la canasta de helechos, privilegio vedado al Asceta Minofén.
Sucede que, a pesar de la admiración que
un personaje “sicoanalítico” me produce, debo aceptar (y reclamar, solicitar)
que sin narrador no habría estilo, que sin autor no habría narrador y que, en
mi caso particular, sin juego no habría narrador. Por ello, un Rodolfo Arias
que quita o pone nombres, que escoge elementos para caracterizar al personaje,
así sea éste un burócrata “grisáceo” (este tono se lo pone el lugar común, yo
lo traigo aquí sólo por joder), y así sea yo un “intelectual universitario” entreteniéndose
en una novelita rara, es una molestia necesaria. Y válida – este punto que
sigue me parece importante – mientras sea capaz de narrar “desde adentro”,
desde un todo, convexo, mientras no se adviertan esas distancias entre lo
narrado y lo vivido (me refiero a lo vivido por el autor), distancias
persistentes, según he oído, en la obra de Magón o del mismo Aquileo, con todo
y lo inmortal de sus concherías.
Creo poder pararme firme en este punto.
Por ejemplo, cuando el Capitán Austerín fue conminado por su esposa a que fuera
al Banco Popular a pedir un préstamo para atender la torta del taxi que destrozó
a media noche y a media borrachera, y a él no le quedó más tren que confesar
que tenía un bejuco en esa institución, cuyo principal había ido a dar a los
bolsillos de diversas tabernas y mujeres de las que ahí laboran, yo estaba ahí.
“Tú taba ahí, tú lo víte”, como le decía Tres Patines al Señor Juez. O, cuando
escribí
“toma las Solicitudes de Mercancía y elabora las
correspondientes Facturas Proforma y las boletas 71-H que se mandan al
Departamento de Compras Directas”,
¡fue porque lo estaba leyendo, era una
tesis que armaba una alumna mía!
Voy a recoger un poco la atarraya: acepto
en primer término que haya un lenguaje popular, pero porque acepto que hay
élites que lo definen como aquel lenguaje hablado por “el pueblo”, “la gente”,
o como se le quiera decir a la masa de “los de abajo”. Convengo, en segundo
término, en que hay formas literarias que nacen, viven y mueren strictu sensu en alguna versión de
lenguaje popular. Creo, como tercer elemento, que si ese lenguaje ha de proveer
la textura de la narración, ello sucederá mejor desde una simetría
“sicoanalítica” narrador-personaje, por oposición a un autor titiritero,
acomodador de soldaditos de plomo. En cuarto término, solicito que el narrador
viva dentro de un imaginario que para él sea convexo (en el sentido geométrico,
tomado metafóricamente) pero admito que haya un efecto de distanciamiento con
su lector/espectador, siempre y cuando la evocación se produzca y el acuerdo
tácito entre las partes incluya un plano lúdico desde el cual el humor pueda (o
parezca) ser el torrente sanguíneo que pone en juego toda la trama, en tanto
sirve de chasis para su contenido dramático.
Desde este tinglado surge entonces una
interrogante clave: ¿por qué ese juego en particular, por qué con esta forma?
Un texto dicharachero:
“El Capitán Austerín nunca ha agarrado choye…en
otras zonas del área metropolitana se dice prestancia, lustre o caché”
Trastocado:
“el próximo jueves y viernes santo se suspenderá el
servicio de buses entre Turrialba y viceversa”, “Keb Uenk Ulo era el piropo
favorito que el Emperador Tertuliano les echaba a las güilas allá en Bulgaria”,
“Telecaca Naldós”
Donde el yerro y la omisión parecen urgir
la risa como si de limosna se tratara:
“señor porfa me regala algo”, “ella le dijo baby
I´ll love you for ever and ever and ever y él le contestó mí tú”.
En este último ejemplo, señalo, yo quería
que desde la morfología el narrador marcara lo asimétrico de los personajes.
Donde la distorsión desacredita al personaje:
“Chisas lófs yu go ajéd yú más falou jim” “éees la
luuuz dando amoooor y al infieerno derrotóoooo fuéeente de la reeedención glori
glori glori adióooos”
O bien donde la grosería de algo como
“Sabe qué pito viera cómo le está cuadrando la sopa
de tuco a la cabrilla mía”
O de
“la ñado siempre inventa venir aquí los rocos no me
transan para nada pero qué va a haber además siempre hay ollita de carne y
arrocito con leche”
Presupone que el lector tendrá en su
memoria la entonación con que sería dicha.
Iré, en los próximos párrafos, dando
varias respuestas que se me ateperetan a la mente, y que, a más o haber, serían
las “verdades” que me comprometí a mostrar, tras haber aceptado el reto que
supone el título de esta conferencia.
Primero: el juego conlleva un ejercicio
de poder. Pido permiso para echar un par de pasos hacia atrás antes de intentar
algún grado de aclaración a este punto.
Si las emociones humanas tienen la
curiosísima particularidad de ser colindantes dos a dos, cualquiera que sea la pareja que se escoja (el
ejemplo más trillado sería “amor-odio”, pero podemos acudir a “miedo-furia”,
como me pasó con un zaguate furioso que se me apareció mientras trotaba ahí por
donde ahora está el Walmart de Curri, o “risa-llanto”, “abulia-pasión”, etc.), así
también cabe suponer que las situaciones donde típicamente se gestan dichas
emociones admiten fronteras comunes. Tal es el caso de la cerca que separa las
emociones propias del juego y las que emanan del poder, y ampliaré al respecto
luego del siguiente excurso.
Es apasionante observar cómo la topología
de la mente humana rebasa cualquier construcción que ella misma elabore, y
pongo por ejemplo el famoso teorema de los cuatro colores, cuya demostración
tardó muchos años en ser completada (y terminó siendo como una guía telefónica):
Y es que, en tanto que cualquier división
del plano en un mapa de regiones continuas (como las provincias de un país)
puede ser coloreado con cuatro colores diferentes de modo tal que dos regiones
cualesquiera, adyacentes en más de un punto, no queden del mismo color, un mapa
de las emociones humanas requeriría no ya todos los colores del espectro
lumínico, sino que todas las tonalidades, matices, énfasis, olvidos y demás
hierbas que pululan en el Qualia. Pero esto es orina sobre otro costal, y debo
regresar a mi trillo.
Retomo el boceto de la idea de las
emociones colindantes: la emoción que produce el juego, en apariencia desinteresado
como podría ser el de dos chiquitos chapaleando en una pileta, colinda con la
emoción que produce la sensación de poder, del dominio sobre la voluntad propia
y ajena.
Mi postulado sería simple: no hay juego
sin alguna dosis de poder (de poder en juego…) y no se puede ejercer el poder
(la voluntad de) sin incorporar alguna dosis de juego.
Y, siendo como ya señalé antes, que el
lenguaje es el juego que más gente juega, es de suyo obvio que va en ello una
constante dosis de voluntad y manipulación de relaciones de poder. Ahí estaría
mi primera “verdad”: el lenguaje popular otorga poder a su hablante. Ojo, no
sólo el poder evidente que reside en el no poder ser entendido más que por el
coterráneo que domine la jerga, sino, y sobre todo por eso, a partir de la
capacidad que otorga de coexistencia en un complejísimo entramado de códigos y
símbolos, por el poder de admisión/exclusión que administra, respecto a un
determinado contexto social.
En breve: el lenguaje popular en una obra
como “Tertuliano” admite ser comparado con un perro que marca un territorio.
Transcribo, antes de pasar a la búsqueda
de otra “verdad”, un párrafo de mi última novela, “Guirnaldas bajo tierra”
donde se aprecia el territorio demarcado por un cruz rojista que es
entrevistado por un periodista televisivo:
“Abordamos un masculino que se encontraba sobre la
vía pública, el mismo presenta trauma a nivel cráneo encefálico sin pérdida de
conciencia, el mismo presenta además dificultad respiratoria por lo cual se le
realizan maniobras en el lugar y se traslada al mismo en condición amarilla al
hospital.”
Me ha llamado siempre la atención la
teoría de los factores motivacionales del sicólogo norteamericano David
McClelland, quien sostiene que hay tres tipos de factores: logro, pertenencia
(afiliación) y poder. El lenguaje popular sería, según este esquema y mi
apreciación, una herramienta esencial para lo segundo y lo tercero. Escasos
serían los ejemplos de lo primero, y acaso “Tertuliano” merezca ser incluido
allí…
Ya indiqué la colindancia juego-poder,
ergo la colindancia del juego más abundante de todos (el lenguaje) con el poder;
señalo ahora la colindancia poder-pertenencia, y el lenguaje como utilería para
esto último. Se tiene “acento san carleño”, “hablado de mafufo”, “parla de
tapis”, “labia de vendedor”. Y, no queda de otra que ir al vernáculo tico a
buscar ejemplos. Hojeo, de nuevo, el “Tertuliano”: “Con una sola birra no podía
bajarme el poquillo de chop suí además el chino me las traía con unas boquitas
de chicharrón que no eran jugando”, “Sabe qué compa écheme un rojo este collar
es legítimo puro oro compa vea cómo pesa”, “Ghhhhh ghhhhhh un carro doscientas
al sur de La Marinita un carro doscientas al sur de La Marinita ghhhhh
doscientas al sur de La Marinita ghhhh trescientas al norte del Depósito San
Cristóbal en Desampa ghhhhh un carro trescientas al norte del Depósito San
Cristóbal Coopetico a la orden”
No menos importante es el papel del
lenguaje como territorio donde ejercer el ingenio. Aquí hay otra colindancia
requete obvia: juego e ingenio. Y, volviendo a McClelland, en esto sí habría
una motivación orientada al logro. ¿Qué mayor satisfacción para un pinta de la
calle que escuchar luego por todas partes algún dicharacho que él inventó? ¿Qué
mayor satisfacción que la de un Gorgojo, un Nel López o una Carmen Granados que
escucharse en las conversaciones ajenas, en el refranero, en los saludos? “Yo
siempre fui muy rebelda”, Rafela. “Usté sí que es vina”, "hasta ahí…”, etc.
Por aquí andaríamos ya rondando la tercera verdad. El lenguaje popular provee
la argamasa con la cual elaborar el ingenio, la salida, el maguíver.
Al respecto, brevísima observación: el
que habla de tú en Costa Rica lo hace por joder, por mostrar ingenio, por salir
de la rutina. Y, claro está, por influencia, pero no por dominación, al menos
no en la mayoría de los casos. Se me viene a la mente un antiguo compañero de
trabajo. ¡Lisandro!, lo llamaba uno. ¡Yes I do!, respondía. Sabía hablar
perfecto inglés. A la vuelta de un viaje de trabajo a Guatemala, exclamó: “¡no
es lo mismo Quezaltenango que qué nalgas tengo!”
Juego-ingenio-risa-escape, por ahí sería
uno capaz de armar una ristra de emociones claramente vinculadas. Algo de eso
ocupaba la mente del Emperador Tertuliano hace ya como un cuarto de siglo: “Adaptación
al medio consolidación del desagrado erosión de la rebeldía fatiga de los
músculos reidores endurecimiento de los músculos cosquillosos aflojamiento de
los músculos caminadores etilización de los músculos tragadores añejamiento de
la soledad entronización de la incertidumbre y la tabla de salvación de la
fiesta”.
Este último elemento, la fiesta, me
acerca de repente a la que quizá sea una cuarta verdad: el lenguaje popular es
una herramienta de lucha, por ende un arma. Sirve para tener, en un sentido
algo más que metafórico, el puño en alto. Al Emperador Tertuliano sus
reflexiones lo llevaron a explorar el deslinde entre “desagrado” y “pacho”,
elementos antitéticos que parecen hallar una vía de escape en la fiesta:
“El desagrado en franca disputa con el pacho cuya máxima expresión
es la fiesta.
La fiesta como concepto.
La fiesta como ideología.
La fiesta como territorio donde estallar de
autenticidad y si no que lo diga la Bola Oval.”
Es por medio de la renovación en el
lenguaje, del hallazgo de términos que rellenan un vacío, que aportan un giro
nuevo, una ocurrencia, hiriente y contrastante, que un elemento esencial para
el sentido de la vida, llamémoslo el “buen humor”, se hace posible. Aquí no me
queda más remedio que polemizar aquí con el prologuista de la última edición
del “Tertuliano”. Dice el Prof. Baltodano: “Esta novela retrata a personajes
derrotados y solitarios, a figuras sin rumbo, incapaces de comunicarse con los
demás”; luego señala: “las aspiraciones de Tertuliano y sus legionarios se
tornan no sólo obsoletas, sino absurdas”; al cabo acota: “el relato ha sido
compuesto no en español neutral sino en costarricense”.
Mi
oposición, señor oidor:
“Chompi Pizza mmm qué delicia homenajeó a
Vespasiano por aquello de la Vespa como el mejor repartidor del trimestre una
plaquilla de lata niquelada y ocho mil pesos de bonificación el domingo pasado
llevó a los carajillos al Parque Nacional de Diversiones un sueño que ellos
creían imposible pero la primera en disfrutar el premio fue la doña el sábado
Vespasiano por aquello de la Vespa le pasó dos rojos para que se comprara un
vestido y en la noche la llevó a bailar al Gran Parqueo con Los Alegrísimos en
el semblante adusto que él tenía al pagar la entrada se advertía una profunda
felicidad.”
Ahí está mi Vespasiano. Maneja la Vespa
catorce horas diarias, jugándosela a que lo atropellen, a que un tráiler le
pase por encima en una rotonda, y se aguanta el dolor de espalda o de posaderas
para ir a bailar con la doña. ¿Derrotado? ¿Solitario? ¿Carente de rumbo? ¿De
cuándo acá es obsoleta o absurda la aspiración de ganarse un premio en el
trabajo para poder llevar a la familia al Parque de Diversiones o ir a menear
el esqueleto al Gran Parqueo? ¿No es la Bola Oval capaz de estallar de
autenticidad? ¿No hay en ellos una respuesta a la interrogante que supone el
“terror avergonzado de que alguien me pregunte mirá de veras ese sos vos”?
Vespasiano es un tipo callado; creo que en
todo el libro jamás habla. Y aún así, les aseguro que para sus momentos de
alegría, de realización personal, tendrá en su lenguaje un instrumento
fundamental con el cual expresarlos, con el cual dotarlos de un profundo
sentido y con el cual compartir, comunicar ese sentido/sentimiento.
Mi quinta verdad es la más breve, y acaso
evidente de todas. El lenguaje popular es un instrumento para la seducción, es
una nave para viajar hacia el país de los deseos, del amor, o como se le quiera
llamar a todo eso.
En “Tertuliano” hay un cortejo muy sui
géneris entre el Emperador y la Gurrumina, a partir de cuando él le expresa sus
dudas existenciales recurrentes
“¿la soledad que da la madurez o la madurez que da
la soledad?”
y ella, con la cabeza sobre los brazos
cruzados, en la cama, responde
“La soledad que da la madurez la madurez que da la
soledad la inmadurez que da la compañía la soledad que da la compañía la
inmadurez que da la madurez”
sin duda riéndose. O bien, cuando él
indaga sobre las ocupaciones de Dios en sus ratos de ocio y ella le responde a
boca de jarro:
“labra
liebres en los libros”.
Todo eso, por supuesto, tiene mucho de
“luna de cartón”, volviendo por un momento a Brecht, puesto que yo podría haber
armado escenas y diálogos con piropos, insinuaciones y gestos más frecuentes y
“normales”. Quizá fue que yo quise dejar el espacio abierto, tras una breve
descripción como esta:
“Fulminante pequeña inseguridad con que cruzan los
brazos sobre la mesa uno les da una broma y dicen qué loco sos huye un instante
su mirada hacia un rincón del restaurante pero luego se atreven por fin y
susurran me gusta tu camisa aunque sus manos vuelvan a huir cuando las de uno
salgan a cazarlas tras el florerito de margaritas plásticas”
¿Derrotados, solitarios y sin rumbo? Ya
no peleo más, es de muy mal gusto tratándose de mi obra.
La sexta, y última “verdad” que quiero
entresacar de estas reflexiones, es la del lenguaje popular como portador de
identidad, como columna vertebral en la institución del imaginario social. Es,
si se quiere, la sumatoria de las demás. Sé, con más intuición que conocimiento
y evidencia, que estoy diciendo una obviedad, tan así que el vínculo entre
lenguaje y sociedad es objeto de dos disciplinas: la sociolingüística que
estudia cómo los diversos aspectos de la sociedad influyen sobre la lengua, y
la sociología del lenguaje, que progresa en el otro sentido: cómo la lengua
influye a la sociedad.
No deja, sin embargo, de llamarme mucho
la atención que los flancos y aristas –aquí los hemos llamado “verdades” – del
lenguaje popular antes descritos sean todos, de una manera tan fuerte e
incontestable los bloques constitutivos de esa identidad: en su carácter lúdico
y a partir de éste en su enorme influencia sobre la definición de relaciones y
mecanismos de poder, en la determinación de los procesos de afiliación y
pertenencia, vale decir en la construcción y renovación de los más diversos
círculos sociales, en la manifestación de ingenio y humor, en su carácter de
instrumento de lucha con el cual darle un sentido a la existencia, así sea en
las condiciones más adversas, y en su inmedible valía como vehículo de
seducción y deseo, concedámoslo: de amor.
Cierro con una reflexión conexa: si el
lenguaje es el medio por excelencia donde se instituye el imaginario social y
se configura la identidad cultural de una nación (país, pueblo…), ¿cabe
preguntarse en qué medida ese lenguaje “popular” puede determinar la identidad
de la literatura de una nación (país, pueblo…)?
Si la pregunta suena obvia, la realidad
parece empeñarse en mostrar lo contrario. Ya el Profesor Baltodano, en su
prólogo, señala que “Tertuliano” no está escrito en “español neutral”. ¿Cuál
“español neutral”? ¿El que definen la RAE, las casas editoriales o las
telenovelas, el que merece llamarse “castizo”, al que Word no le pone una
culebrita roja, el que sí se vende en las librerías o está disponible para
Kindle? ¿Tiene sentido hablar de “neutralidad” luego de reflexiones como las
que me he intentado? Honestamente, creo que no. Es más, creo que la identidad
de la literatura de un país es tan inevitable como el habla de ese país, tan
inevitable como el país mismo, si es que la comparación cabe. De ahí que,
cuando oigo decir que el mérito de tal o cual obra está en el “rescate” de la
cultura popular (a veces viene en plural: las culturas populares, y me cuesta
entender por qué), en el “rescate” del lenguaje popular, me suelo preguntar:
¿tiene sentido “rescatar” lo inevitable?
Y a pesar de los vientos que corren, ahí
tenemos a Cortázar. Él escribe “se arropó en la frazada”, en vez de “se
envolvió en la cobija”. ¿Cuál es “más neutral”, “más mejor”? Ahí tenemos a Juan
Rulfo. Él escribe “gallinas engarruñadas, ya mero mero se nos meten en las
trasijaderas” ¿Qué quiso decir? Pos y órale, mano, no te entendí. ¿Es por ello
menos universal Pedro Páramo? Ahí tenemos a Junot Díaz, el extraordinario
narrador dominicano, crecido en New Jersey. Él escribe “¿pero qué tú me dices?,
¡él no está nada fokin bien, es demasiado bajito! ¿Por qué le darían un premio
Pulitzer?
La respuesta a esas últimas preguntas
sería, en cualquier caso, una verdad extra, en tiempo de descuento, que
podríamos asociar con el lenguaje popular: es la única cancha donde se puede
jugar un partido crucial: la construcción de la identidad literaria de un país,
nación, pueblo… Bien es sabido que las aristocracias tienden a parecerse mucho
más entre ellas que las clases populares de cada país. Nunca hubo un manifiesto
al estilo de “Aristócratas del mundo, uníos”. Un intelectual como Jacques
Sagot, con sus cánones, sus clasicismos, sus bien definidos nortes, podría ser
francés, polaco o argentino, sin mayores problemas. Por el contrario, “Totóa
Cocompa”, el tartamudo más popular de Tibás, de profesión cuida carros, tiene
que estar ahí, en el parque, por la iglesia.
Muchas gracias.
Sin ser muy "pipa" y ducho en formalismos lógicos, se puede añadir que entre "Totóa Cocompa" y Jacques Sagot se encuentra un grueso de la población que busca y entiende, a su manera, y que su lenguaje refleja esta comprensión vital con diferentes grados de inteligencia y sensibilidad, según varían las circunstancias.
ResponderEliminarsalú, maestro!
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