Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

lunes, 17 de octubre de 2011

Asombro por la madre


Su tenue, insondable, rebeldía contra el caos.

Hay en el mundo trillones de átomos que comparten una curiosa circunstancia: son yo. Al iniciar la escritura de este artículo son unos; al terminar esta oración ya son otros. Y así palabra tras palabra, y todas y cada una de las veces que alguien lo lea: otros. Notable, me parece. Nunca ceso de aspirar y espirar, de sudar, excretar, en suma, de renovarme.
Que esos átomos puedan combinarse en moléculas, proteínas, células, fluidos, tejidos y órganos, y con ello constituirme, es una maravilla. Y aún más el hecho de que esa compleja estructura pueda tener intenciones, recuerdos, sueños. Que sienta el paso del tiempo, sin ser jamás la misma. Que exista durante un buen puño de años, ay con suerte un siglo.
Si lo anterior es para quedarse boquiabierto, mayor asombro deja el percatarse de que uno se formó dentro de un ser de naturaleza similar, otro cúmulo de partículas tan efímero y transitorio como uno, tan frágil y destinado al olvido como uno. Y, dentro de su tenue, insondable, rebeldía contra el caos, un ser capaz de haberle dado a uno su esencia, tras combinar su propia información genética con la que venía en un espermatozoide que ganó la maratón de Nueva York.
Ya eso sería suficiente para corear con Violeta Parra: gracias a la vida, que me ha dado tanto. Pero en este punto el portento apenas empieza. Ha de recorrer un increíble camino que irá desde la primera vez que uno succionó la teta, hasta cuando esa madre, ya vieja, le diga a uno, también ya viejo, “m´hijo, ¿tenés hambre?”, y con sus manos octogenarias y una sonrisa sin edad proceda a preparar unos huevos fritos como sólo ella sabe hacerlos, y servírselos con arroz que tiene algo de corroncha y un poco de caldo de frijol… como solo ella sabe hacerlos.
Y otro camino que irá desde la primera nalgada hasta un “cortate esas mechas, ya se te ven feas”, o desde la primera canción de cuna hasta unas líneas de Machado o de De Bravo que, justo ayer, la conmovieron por enésima vez.
En suma, un camino de caminos, hecho del alma y del espíritu, esos entes inmateriales en los que sí creo, porque están confinados al cuerpo y entonces sí son materiales aunque se escondan en quién sabe qué rincón o aunque lo sean todo: los ojos que no se apagarán aunque un día se apaguen, las manos que no fatigarán la caricia, la voz que conocerá de memoria los caprichos del oído del otro y sabrá entonces qué decirle para que una vez, todas las veces, siempre, entienda cuánto lo quiere: uno, a su madre, y ella, a uno. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario