Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

lunes, 17 de octubre de 2011

Manos de mujer

Publicado en marzo de 2007, "Tinta Fresca", Revista PROA, La Nación


La boca, por sí sola, no puede besar.

Una guía de cómo hacer todo tipo de nudos para mi papá, una novela de Umberto Eco para mi mamá. Regalos de última hora, que a veces son los mejores. Mañana es navidad. Espero a que me envuelvan los libros. Una muchacha hace los paquetes. Corta papel de un rodillo, hace un doblez, luego otro y otro, va poniendo cinta adhesiva. Después ata con cáñamo, toma una hebra de fibra, hace un lazo y lo acolocha pasando la tijera de canto.

Me entretengo con sus manos, mirándolas discretamente desde el fondo de la fila. Habrá hecho más de cien paquetes este día. Hará otro tanto antes de poder descansar. Precisión y sutileza. Un dedo aprieta el borde del papel, otros sostienen el libro, el pulgar y el índice de la otra mano aportan el pedazo de cinta adhesiva. Y luego vienen los nudos, los lazos. Diez dedos vueltos una orquesta, tocando música silenciosa. Los hermosos paquetes se amontonan, caen dentro de bolsas plásticas, son llevados de prisa. Muchos serán abiertos de un tirón.

Delicadeza. De mujer, agrego en mi mente. Finura, gracia. Lo pienso y de inmediato imagino una feminista de línea dura. La delicadeza no tiene por qué ser femenina, reclamaría. Los hombres también podrían hacer paquetes de regalo, y no los hacen porque no les gusta. A nosotras tampoco, pero no nos queda de otra. Es que tenemos los dedos más gruesos, diría yo. Y somos más torpes. Claro, diría ella. Son más torpes porque nunca practicaron.

Me quedaría callado, soy pésimo para discutir. La fila avanza muy despacio: cuatro o cinco libros por cliente. Qué hermosas. Son más finas que las nuestras, por eso sus dedos parecen más largos. Me encantan así, sin anillos y sin pintura en las uñas. Y si uno no puede decir que un atributo de las manos de una mujer es la exquisitez con la que, por ejemplo, hacen un paquete de regalo, ¿qué será entonces lo que sí puede serlo?

Me voy acercando poco a poco. Miro con más discreción. Ella está muy concentrada pero podría percatarse. Esas manos habrán estado sobre las mejillas o entre el pelo del que ella ama, mientras lo besa. Bien es sabido que sin manos y sin ojos la boca no puede besar. ¿Habrá una manera femenina de acariciar?

Yo qué se. Pero me consta que las manos de ellas pueden ser un pedernal en la noche más derruida, capaces de amasar la arena del tiempo, darle de beber olvido al más sediento de perdón, ser llovizna que apacigüe dragones, capullo donde la esperanza se convierta en libertad.

Días más tarde lo pienso aquí: en la playa, donde cae la noche, frente a la mar.

P.S.
Este artículo lo escribí en enero, o febrero, de 2007; lo pensé en la playa de Pocitos, Montevideo. El verano estaba en lo más y mejor, y yo en lo peor: se iniciaba la más dura experiencia laboral de mi vida, que arrastraría ese año entero. Hoy, casi un lustro después, miro Punta Carretas erguirse como una gran espina de tierra en el pardo lomo inquieto del Río de La Plata. Sé que cuando estaba allá, escribiendo de espaldas a la ciudad, acababa de pasar Navidad acá en Costa Rica; sé que ahí, sentado en una roca, los dedos finos de una mujer desconocida le daban sentido a ese atardecer.

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