Había dos enormes jacarandas en el patio de mi niñez. Había un árbol de peragua, tres de mango, diez de níspero, como cuatro de guayaba o de cas. Con los brazos abiertos yo abarcaba apenas un cuadrante del tronco del primer jacaranda. En la niñez todo es enorme, en la madurez más aún. En la niñez porque uno es pequeño, en la madurez porque ni modo, todo es enorme.

viernes, 21 de octubre de 2011

Sutileza y obviedad en la narración

A propósito de “El regreso”, de Hernán Jiménez


Ya Juan Murillo ha advertido que Rodolfo Arias parece jugar con sus interlocutores, de tan llanos – o triviales – que suelen ser sus comentarios. Ergo, me curo en salud: no soy literato, y menos aún crítico; tan solo meto la cuchara (puede comprobarse en la etiqueta asociada a esta entrada) en terrenos que me atraen como mousses (mouses no) o flanes exóticos.

El primer problema del narrador es qué narrar. Obvio y hasta tautológico, pero sin embargo lo más difícil de resolver.

El segundo problema es qué narrar sobre eso que quiere narrar. Qué escoger, qué poner y qué no. “Todo escritor, desde poeta hasta novelista, realiza una labor de síntesis”, decía Joaquín Gutiérrez en sus inolvidables talleres. “Todo artista, a fin de cuentas”, agregaba, y se subía los lentes hasta la coronilla y nos miraba como retándonos a encontrar alguna rendija en su pensamiento. “La forma en que sintetice, lo que ello sugiera y provoque determinará a fin de cuentas el valor de la obra”.

“Ni tanto que queme al santo ni tan poco que lo deje a oscuras”, recuerdo haber dicho. “Exacto, Rodolfillo…”, debió ser su respuesta. “Pero mirá que podés ir desde el arte barroco, churrigueresco, hasta esa frugalidad del arte chino, donde te dibujan el risco y vos tenés que imaginarte el resto de la montaña”

“Joyce intentó reconstruir, reseñar, todo lo que pasa por la mente de un individuo en veinticuatro horas, todo, y por supuesto que también terminó haciendo una síntesis, solo que de dos mil páginas….”, y reía enormemente, echándose para atrás.

No se me pueden olvidar esos debates con el viejo campeón. En un extremo el narrador recarga su texto con acotaciones evidentes, se pone redundante, sobre explica. Su lector se aburre porque siente que lo están tratando como si fuera bruto. En el otro extremo el narrador se pone abstracto o abstruso en el ábside de la escasez y la omisión. Su lector se fatiga, se confunde, se rinde, tira el libro.

Resuelto de algún modo el tema de la cantidad, viene el de la calidad. Ya no ¿cuánto poner en el texto?, pero ¿qué poner? Un criterio de primera mano es la capacidad de simbolizar, evocar, representar... que tenga aquello que se incorpore a la narración.

“Gracias por venir a acompañarme a estar solo”, escribió Vallejo. No había que agregar nada después de eso.

Hay entonces dos ejes: mucho-poco y sugerente-obvio, que arman un plano cartesiano en el cual poco-pero-sugestivo suele valer más que mucho-pero-evidente.

Si cada uno de esos ejes se pudiera manipular con una palanca mágica (al modo de esos backhoe, maravillosos aparatos que hacen de todo bajo el comando de un individuo por lo general embarrialado tanto como el chunche, encaramado allá arriba), tendría yo entonces una metáfora útil para resolver el sabor de boca que me dejó “El regreso”, la exitosa película del joven director y actor nacional, Hernán Jiménez.

O sea, ya estoy armado, por más rudo que le parezca a Juan Murillo mi esquema.

La zanja que hizo con el backhoe (“bajóp”, se dice en tico) le quedó dispareja. A veces muy honda, a veces muy superficial. La tierra que fue sacando no quedó en montones ordenados, sino en un reguero más o menos caótico. Y, sin embargo, es la mejor zanja que haya hecho un cineasta nacional.

Hay unas primeras trampitas que no logró sortear bien. Entre las muchas majaderías de Hollywood, dos me fastidian siempre: el efecto “¡wau!” y el efecto “¡snif!”, idem est efecto “¡búu!”. Este segundo, cabe decir de paso, permea, cunde como alepates en las telenovelas. Los productores (y directores que les hacen la corte) del cine gringo no se sienten tranquilos si intuyen que el público no quedará boquiabierto o no lagrimeará, al menos una de las dos cosas. (Anoto que hay muchos otros, como el efecto “¡aaaah!”, propio de los thrillers, pero no pinchan ni cortan en lo que nos ocupa)

Pues bien, a efectos de conseguir el efecto ¡wau!, se parte de la creencia de que se debe ser contundente. Así, el eje “sugerente-obvio” se transforma en el espectro “estremecedor-anodino”, o bien en el termómetro “efectivo-inocuo”.

Hernán Jiménez no escapa a esto. No más en el umbral de la película, quiere machacarnos que el personaje central (él, Antonio) tiene una gran crisis familiar. Así, con negrilla, como haría uno en un informe de trabajo para remarcar algo. Para ello, al volver luego de una década de alejamiento del nicho familiar (elemento inverosímil, porque ahora viajar es facilísimo, y todo el mundo anda para allá y para acá, sobre todo un inmigrante exitoso), el protagonista se muestra impávido, taciturno, rayando en el límite del zombi o del tótem. Su hermana, Amanda, lo abraza y lo besa, le exclama emocionadísima cuánto la alegra verlo de nuevo, etc., en forma un tanto recargada pero previsible dentro del esquema “estremecedor-anodino”. Antonio no pronuncia palabra, limitándose a mirar un punto perdido en el espacio, zombimente.

El costo que se suele pagar cuando se intenta la contundencia y el estremecimiento suele ser el de la tosquedad. Y esa escena inicial (superado el prolegómeno del avión aterrizando) queda de suyo tosca. Por supuesto que el espectador concluye que hay crisis, pero al tiempo que en su interior una voz le insiste: “así no pasa, así no somos en este país”. Un rasgo típico del tico es el de ser conciliador. No confronta directamente, maneja un metalenguaje muy característico y en el que aun se cuelan los rasgos huraño-montañeses del campesino meseteño. En eso, por supuesto, no somos distintos de muchos otros países. Guatemaltecos, peruanos o japoneses comparten esas maneras (por oposición a franceses, suecos o alemanes), según he visto y escuchado decir.

Incluso los gringos son así, por lo menos entre ellos. Se me viene a la mente Last chance Harvey, cinta del 2008 estelarizada por Hostin Duffman. Perdón, Dustin Hoffman. Hay simetría con “El regreso”: el protagonista viaja a reencontrarse con un entorno familiar luego de una prolongada y conflictiva ruptura. Además, al llegar se topará con circunstancias imprevistas. En el caso de Last Chance Harvey, un viejo divorciado, en el límite mismo del fracaso profesional, se topará con el desprecio de su hija, que lo margina de su boda, relegándolo a invitado de tercera categoría. No quiero reseñar aquí, por supuesto, esa otra cinta, sólo quiero indicar que en ella el despliegue de los elementos dramáticos es muy sugestivo, delicado, bien dosificado. Hace, logra, que el actor demuestre su real estatura. Algo en la forma de torcer la boca o de fruncir el ceño en Hoffman indica que está frente a una situación dolorosa, sorpresiva, que va más allá y se despeña en un abismo que él no había anticipado, algo en la sonrisa de Susan, su hija, en la forma de saludarlo, conduce de forma natural al golpe que luego habrá de darle.

Así no es, en ningún sentido, el inicio de “El regreso”. Lástima, porque la entrada del payaso en el redondel tiene que ser un éxito. En vez de sutileza en los gestos y encuadres, en las indirectas que se deslizan como chorritos de leche en el café, está la imagen plana, ruda, concreta y total del zombi que no pronuncia palabra alguna cuando su hermana se deshace en exclamaciones al verlo venir.

Son, en el sentido que guía esta reflexión, por suerte mucho más delicados los personajes femeninos, lo cual habla a favor de Hernán, como escritor. La mejor escena, a mi gusto, sucede en el bar donde Sofía (Monserrat Montero) y Antonio (Hernán Jiménez) se cortejan-ligan-enamoran, lo que sea que haya de todo eso. El diálogo es ágil, suelto, rico, en particular un intercambio a propósito de la belleza de ella cuando era niña y cómo la peinaban, en fin. Es en estos pasajes donde la zanja quedó más profunda y mejor trazada. Monserrat está excelente, Hernán se esfuerza por no quedarse atrás y logra mantener en equilibrio el binomio.

Lo curioso es que el director parece por ratos consciente de que el eje contundencia-inocuidad le está jugando malas pasadas, de que sugerencia-obviedad debería prevalecer como riel conductor. Pero entonces se va del otro lado (de paso: en su stand-up Hablando se entiende la gente logra un balance mucho más intuitivo al respecto, lo vi recientemente en el O´Neill), y hay zonas de la trama en “El regreso” que quedan a oscuras. Resalta, en este sentido, el conflicto entre padre e hijo. Está mal delineado, mal expuesto, en breve: mal justificado. Tan así, que el viejito ni nombre tiene. ¿Por qué negarle el bautizo precisamente al progenitor? ¿Qué rayos pasa entre un setentón desahuciado (sostenido con arte y maña por Luis Fernando Gómez, que hace milagros con un guión exiguo) y un trotamundos treintañero, cómo desapareció la madre, de dónde proviene el encono? No se resuelve bien, y cuando se intenta hacerlo, hacia el final y bajo el pretexto de la novela que el hijo ha escrito, la cinta se resbala peligrosamente hacia los linderos del culebrón, bajo los influjos del efecto ¡búuu-snif!

Lo demás va quedando más o menos bien trazado dentro de mi rústico plano cartesiano. Un punto actoral alto es César (Daniel Ross), el gran amigo de Antonio, quien se hecho metalero y mete escándalo con su banda. Un punto débil es el maquillaje excesivo, precisamente de este mismo personaje, de nuevo bajo la trampa de la eficacia. Y más débil aun el concierto que la banda ofrece, reducido en la edición a unos pocos segundos y con una cámara débil. Brusca es, también, la evolución de Amanda (Bárbara Jiménez), pese al buen trabajo de ella. El niño Andre Boxwill logra el cometido de darnos un Inti encantador, expresivo, realmente bueno. Pero el personaje cae también en lo cajonero, allá de vez en cuando, y la forma en que simula abrir mal un paquete de menítos para que se rieguen por todo el piso choca por, de nuevo, tosca.

De todos los personajes (hay una tendencia a denominar así elementos de una narración que no lo son, en el sentido estricto, pero aquí voy haciendo lo mismo) el más débil, con todo y todo, es el país como tal, y más específicamente Chepe. La ciudad está mal: no es en esta película donde (incluyendo a quienes de alguna forma hemos querido rehacerla en nuestra obra) la vamos a encontrar dándonos todo lo que ella, la inefable Chepe, puede dar: sus signos, su ruido, su violencia y su ternura, sus aromas, sus güilas ricas, las presas, el pichazo de nicas en el parque de La Merced. Hay tantísimo, por Dios, que podría haber tenido El regreso en este plano, y se queda tan corta.

El punto no es menor, pero no por la razón que otros análisis han dado. Leí, por ejemplo, el blog Carepicha (http://h3dicho.ticoblogger.com/2011/08/el-regreso-film.html), donde se reclama, sic: “le hace falta un mensaje claro que te deje claro cuál era el fin de la misma”. Claro que claro. No, no va por ahí. Que haya un mensaje claro y que ese mensaje sea el fin de la película: no, no, eso no. Ya hace mucho superamos la etapa del arte panfletario, de tesis, demostrativo. Más bien en este sentido El regreso recupera un tono adecuado, al sugerir, al dejar abiertos los espacios. Tiene riscos para que uno se imagine la montaña, eso está bien. El punto (Chepe mal caracterizado, el país mal mostrado, fragmentario, insuficiente) vale porque de no haber sido así habríamos tenido un chasis, un soporte para la narración, de otra factura muy superior, y ello habría levantado la película notablemente. Pongo un caso, de culto: Blade Runner no sería lo que es sin esa ciudad, húmeda, sucia, neblinosa.

Mi balance final no difiere de lo que ya he leído en otras reseñas: una cinta valiosísima, un salto adelante en la producción de largo metraje nacional, un bonito ejemplo de socialismo digital en relación con la financiación, un director joven, que a no dudarlo dará mucho más en los años próximos. Mucho, muchísimo más. Y nada… sólo queda felicitarlo, darle un espaldarazo. Y pedirle más, que para eso sí somos buenos.

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